"El viejo Günter", entre la tierra y el mar
El
contralmirante retirado Oscar Lebel recoge, en forma de cuentos,
algunos episodios de su vida. Entre ellos, uno que quedó
registrado en la historia nacional: cuando proclamó desde
un balcón su repudio a la dictadura militar recién
instalada. "Soy muy miedoso, pero aquel día no tuve
miedo. Actué movido por una compulsión: si no hacía
algo, sentiría vergüenza por el resto de mi vida".
EN PERSPECTIVA
Miércoles 26.12.01, 08.40.
EMILIANO
COTELO:
27 de junio de 1973.
Esa mañana, temprano, el despertador que -como siempre- estaba
conectado electrónicamente a la radio, arrancó con
una chirriante marcha militar. El abuelo creyendo que estaba en
plena pesadilla despertó temblando y empapado en sudor. No
podía creer lo que estaba oyendo:
-"Las
Fuerzas Armadas al pueblo oriental: Los mandos militares en acuerdo
con el presidente Juan María Bordaberry han decidido la clausura
del Parlamento y el establecimiento de un gobierno conjunto, para
defender las libertades del pueblo oriental del ataque artero del
comunismo internacional. Quedan prohibidas todas las manifestaciones
como así también las críticas ya sean de orden
personal, gremial o por medio de la prensa".
El abuelo
caviló. Tenía que hacer algo, haría algo, pero
no sabía qué. Sólo que si no hacía algo
se despreciaría de por vida.
A las nueve
de la mañana se le ocurrió ese algo. Estaba solo en
la casa porque su gente había ido de compras. Rápidamente
dibujó en una gran cartulina con letras bien visibles: "Yo
soy el capitán de navío Günter. Abajo la dictadura".
Salió al balcón de la planta alta que daba sobre la
calle 26 de Marzo, y aseguró el cartelón bien en el
centro. Luego colgó a derecha e izquierda una bandera nacional
y otra de Artigas.
Se uniformó,
tomó su pistola de reglamento, una Colt 45, le introdujo
un cargador completo y se plantó en el medio del balcón,
con el arma en la mano derecha y esperó. No
sabía que había emprendido un camino sin regreso y
sentía una inmensa paz. Ya nada ni nadie le importaba. Había
entrado en el túnel del tiempo y se había desprendido
de amores y afectos. Toda su mente estaba ocupada por una idea obsesiva:
cuando pasaran los años, uno, cinco, treinta, la crónica
quizás recordaría que no todos los capitanes de Navío
habían aceptado blandamente negar la Constitución
en ese año 1973. Que uno, dos -¿o quizás eran
más de cuarenta?-, se habían rebelado contra la infamia.
Chirrido
de frenos. El patrullero se detuvo bruscamente al pie del balcón
y los policías mirando alternativamente al hombre armado
y al letrero trataban de entender por qué ese cartel decía
exactamente lo contrario de lo que debía decir. Para peor
se había aglomerado una multitud que arrancó a cantar
el himno nacional. Uno de los agentes pidió ayuda por radio,
y a los 10 minutos se hacían presentes tres camiones del
Ejército que desembarcaron a un grupo de soldados armados
con fusiles y metralletas, quienes se parapetaron en los muretes
de la vereda opuesta después de haber hecho retirar al vecindario.
El abuelo
Günter, lentamente llevó el cañón de la
pistola sobre su sien. Gritó: -Si un solo soldado entra a
mi casa, me mato.
Todos quedaron
inmóviles. El joven teniente a cargo del operativo intentaba
frenéticamente comunicarse con sus mandos. ¿Qué
hacer frente a esa atípica rebelión del oficial de
la Armada no estaba previsto en sus órdenes, y menos tratándose
de un viejo canoso como ése, con pomposos galones dorados
de capitán de Navío?
Corrió
el tiempo, cinco horas, hasta que llegó el comandante en
jefe de la Armada, quien hizo retirar a los efectivos del ejército.
Subió al balcón a parlamentar. El abuelo lo conocía
muy bien. Eran compañeros de año y amigos personales
hasta poco antes. Le pidió el arma. No. Le explicó,
o trató de explicarle, que la suspensión de las garantías
constitucionales era por el bien del país y de las FF.AA.
El abuelo lo miró con asco. Le ofreció llevarlo personalmente
en su auto a un cómodo lugar de reclusión. Silencio
prolongado. Por fin, el abuelo Günter salió de su mutismo:
En este día infame, si salgo de mi casa será de manera
infame.
El comandante
suspiró, todo era raro. De cualquiera hubiera imaginado un
gesto extemporáneo, nunca de Günter, siempre tan modoso.
Quizás los acontecimientos le habían provocado un
quiebre mental. En fin, a los locos no hay que contradecirlos.
-Te mandaré
un vehículo militar con fusileros para detenerte. Adiós.
Estaba anocheciendo
cuando la custodia militar condujo al abuelo en carácter
de prisionero de guerra a un camarote solitario del destructor escolta
"Artigas", donde, -¡oh!, ironías- en tiempos
no lejanos había sido el comandante.
***
El cuento se
llama "El abuelo" -de él hemos tomado estos párrafos-
y pertenece al libro "El Viejo Günter. Entre la tierra
y el mar". Por supuesto que "el abuelo" era el capitán
Günter. Y por supuesto que aquel capitán Günter
de 1973 es el hoy contralmirante retirado Oscar Lebel, autor del
libro y nuestro entrevistado de esta mañana.
Contralmirante
Lebel, comencemos
hablando de este cuento, que no es cuento. Hablemos de aquel 27
de junio de 1973. Lo
primero que me llama la atención es: ¿usted actuó
solitariamente? ¿No había coordinado esto con nadie
dentro de la Armada?
OSCAR LEBEL:
Tiene razón, actué solitariamente. A usted y a los
oyentes esto puede llamarles la atención, ya que la existencia
de logias militares es un hecho en el país.
EC - ¿Usted
no integraba ninguna?
OL
- Yo no integré nunca ninguna logia militar. Hay que tener
en cuenta que nosotros, los militares, tenemos un fortísimo
espíritu corporativo y tenemos el reflejo condicionado a
la obediencia. Este corporativismo, que en los militares es tan
fuerte como en los monjes, puede servir para los más maravillosos
propósitos y entonces se llama "esprit de corp"
(espíritu de cuerpo), lo que anima colectivamente a una comunidad
de militares a realizar el acto heroico, a dar la vida. Pero también
puede servir como pretexto para socializar los actos canallas. En
Uruguay se han dado las dos cosas.
EC - ¿Por
qué hace esta introducción a propósito de mi
pregunta, cuando yo le preguntaba si efectivamente actuó
por su cuenta y nada más?
OL - Porque
quiero recalcar esto del espíritu corporativo. Siempre es
bueno que nuestra sociedad entienda al conglomerado militar, un
conglomerado que no ha sido bien entendido por la ciudadanía
y él tampoco ha entendido a la ciudadanía.
Yo soy muy veterano
(tengo 76 años) y pertenezco a una generación muy
especial; me recibí en 1946, en la época del Uruguay
feliz, del industrialismo por sustitución de importaciones,
donde había trabajo para todos, donde no había antinomia
entre la ciudad -Montevideo- y el campo, y donde las fuerzas armadas
no importaban y los hombres militares se consumían en derruidos
barcos, cuarteles y prehistóricos aviones. Ni los poderes
públicos ni la ciudadanía tomaban en cuenta que había
un núcleo de 3.000, 4.000, 5.000 hombres armados que estaban
ahí, mascando frustraciones.
Eran tiempos
en los cuales, como lo relato en el cuento de "El grillo",
aquel que no tenía dónde caerse muerto se hacía
soldado. No se hacía miliciano, que es una forma heroica
del ciudadano de tomar las armas: se hacía "milico"
y era ladeado por la sociedad. Una sociedad en la cual en los cines
-recuerdo el cine Cordón, al que iba cuando era cadete- celosos
porteros no permitían que ingresara un soldado o un marinero
de uniforme. Los soldados y marineros de uniforme aceptaban blandamente
ser discriminados cual parias por hombres que en definitiva vivían
en el mismo barrio que ellos, que no tenían más jerarquía.
Había un rechazo casi visceral a lo militar.
Nuestros hombres
públicos no eliminaron a esas fuerzas armadas -si es que
no cumplieron la función social- ni les dieron una tarea.
Hicieron lo peor: las ignoraron. Y estos hombres fueron acumulando
rencor tras rencor, lo que explica de una y mil maneras las barbaridades
que se cometió durante la dictadura. Porque cuando llega
la guerra fría esos militares de pronto reciben una misión,
algo que no habían tenido hasta ese momento: se les dice
que van a ser los salvadores de la patria, los salvadores contra
ese enemigo oculto que tiene un nombre mezcla de dudosa factura
gramatical, marxicomunismo... siempre terminaba en "ismo".
Y ellos eran los salvadores.
Pero no solamente
la comunidad lo decía: lo decía toda la prensa; la
prensa que había ignorado al estamento militar de pronto
lo ponía en las alturas. Desde ser despreciado a ser admirado
hay una distancia muy considerable. Pero además había
otra cosa: cuando yo era ese joven oficialito que alguna vez supe
ser, allá por el año 1946, el rechazo de la sociedad
era tan visceral que todos nosotros, mis camaradas del Ejército
y los de la Marina -no había Fuerza Aérea, era Aviación
como un arma del Ejército- tratábamos y lográbamos
dar clase en algún liceo (entonces para los marinos ser profesores
de cosmografía o matemática, a mis amigos y colegas
militares profesor de historia), nos daba ese brillo necesario y,
para ser aceptado, uno decía "profesor teniente Fulano
de Tal". Entonces pasaba a ser un miembro de la sociedad que
rechazaba al estamento militar.
Yo me formé
en ese medio y créame que desde chiquitito traté de
entenderlo. Me costó bastante, primero porque uno piensa
"¿Qué es lo que hace que un chiquilín
-en mi caso- tenga vocación militar en éste o en cualquier
país, pero especialmente en Uruguay?". En aquella época
el cine no hablaba mucho de los militares. Es más, hablaba
negativamente de los militares porque todavía quedaban los
vapores de la Primera Guerra Mundial y si había un libro
que campeaba era "Sin novedad en el frente", que relata
la peripecia desgraciada de soldados alemanes.
EC - Así
que su opción no fue por el cine.
OL - No. Fue
porque tenía -vaya a saber uno por qué- una fuerte
propensión a los viajes. Eso también está inscripto
en mi propia vida y en la vida y la peripecia de mi familia.
EC - Una familia
de origen alemán.
OL - Claro:
mi padre era austríaco, un hombre muy pobre, que se hizo
solito. Yo digo que se parecía a Chaplin: era pequeñito,
muy ágil, fue un ateo que sobrevivió a la Primera
Guerra Mundial y vivió las peores instancias. Este hombre
conoce a mi madre en Hamburgo, los dos llegan a América y
se casan. Yo tengo el pasaje de ellos en el vapor de la Hamburgo
- América, una línea alemana, pero el vapor se llama
Vigo, bien gallego.
Llegaron como
inmigrantes y lo más curioso es que fueron reclutados por
una misión uruguaya que buscaba inmigrantes. ¿Por
qué los encontraron; cómo? No lo sé, pero los
encontraron, les dijeron que Uruguay era una Suiza rediviva -el
nombre Uruguay es poco menos que impronunciable para los alemanes-
y vinieron a parar a Colonia Suiza, donde se hablaba alemán.
De modo que se encontraron como en casa y la adaptación fue
relativamente fácil.
Casi genéticamente,
y por la necesidad de supervivencia de mi padre y mi madre, me vino
un deseo casi incontrolable de viajar. Ironía de la historia:
la dictadura, cuando me puso fuera de filas, me permitió
que me sacara las ganas de dar la vuelta al mundo y vaya si la di
en todas las circunstancias, alegres y de las peores. Cuando digo
que por lo menos en cantidad navegué 500 mil millas: el mundo
tiene 20.000... Los marinos utilizamos las millas y no los quilómetros
no porque sí. La circunferencia tiene 360º, cada grado
tiene 60 minutos; el ángulo del minuto tendido sobre la Tierra
son 1.850 metros, una milla; entonces nosotros utilizamos la milla
porque la distancia es a la vez la hora: la diferencia de hora significa
distancia. Nosotros vivimos con esas millas y la razón es
más que clara. He aquí que navegué medio millón
de millas, el equivalente a 25 vueltas al globo.
EC - Ya como
marino mercante, como capitán de la marina mercante, cuando
no pudo seguir desempeñándose en la Armada Nacional.
OL
- En la Armada había tenido esa ocasión única
que fue comandar el petrolero Presidente Oribe, con el que navegábamos
a Argelia y fundamentalmente a Kuwait. Yo estaba en Kuwait cuando
cayó Karim Kasen y estuve poco antes del estallido de la
Guerra de los Seis Días. Salí de Kuwait 30 horas antes
del estallido de la Guerra de los Seis Días, y a bordo vino
el proveedor marítimo, un señor griego, que miró
para todos lados por si había algún espía y
sacó de entre sus ropas un diario donde había un artículo
firmado por Randolph Churchill, el hijo de Churchill -periodista
él-, que tenía un título que jamás olvidaré:
"En este momento en el Sinaí hay más tanques
listos para entrar en combate que en El Alamein". Tuve tanta
suerte que pudimos salir del barco, dar una vuelta por la ciudad,
ir a una mezquita -la gente estaba por las calles gritando que iba
a echar a Israel al mar- y zarpé; al llegar a la boca del
Golfo empezó la guerra. Hay una roca que se llama Little
Corner (Pequeña Esquina) que tiene un faro que marca la entrada
al Golfo Pérsico; al dar vuelta la esquina empezó
la guerra. Otro hecho curioso: las informaciones, que uno escuchaba
por onda corta, venían en castellano -la radio más
fuerte era radio Pekín-: era una victoria tras otra.
***
EC - Volviendo
al día del golpe de Estado, y su decisión de colocarse
en el balcón de su casa, en la calle 26 de Marzo, con la
bandera nacional y la bandera de Artigas, un cartel hecho a mano
en el que se identifica y agrega "Abajo la dictadura".
Yo le preguntaba si usted actuó solitariamente a lo que me
respondía que sí, le preguntaba si integraba alguna
logia, algún sector, algún grupo dentro de la Armada
y me decía que no; de todos modos usted sí había
estado en febrero defendiendo la Ciudad Vieja junto al vicealmirante
Zorrilla.
OL - Sí,
pero ése fue también un empeño familiar porque
estaba toda la familia Lebel. Yo tengo tres hijos marinos, entonces
el mayor Alex estaba como fusilero en la barrera, Federico estaba
a bordo de un barco y Gerardo, el menor, estaba en la Escuela Naval.
"Abuelo" estaba con el almirante Zorrilla. Razones había:
yo fui profesor de la Escuela Naval, y la materia que di durante
más tiempo se llama Balística o Artillería.
En lo limitado de nuestro país yo era el especialista en
la cosa. Esa noche se esperaba que los tanques invadieran el puerto,
de modo que en la rinconada donde ahora está atracando Buquebús
se instaló un destructor. Yo bajé, hablé con
el comandante -que también fue ascendido a almirante en la
reivindicación que hizo la Asamblea General con el proyecto
del colega y senador Garat, que me precio en destacar en este momento-
y le hice las indicaciones de carácter técnico, como
graduar las espoletas de los proyectiles en distancia para ir deteniendo
los tanques a medida que entraran al puerto. No vinieron y viví
para contarlo, pero estuve en esa situación tan especial,
en la cual la Marina tuvo que replegarse.
EC - La Marina
se fracturó, además.
OL - Se fracturó
completamente.
EC - Políticamente
¿qué era usted por aquellos años? Obviamente
era un militar en actividad, no tenía actividad partidaria,
pero ¿qué votaba, qué pensaba?
OL - Votaba
a (Emilio) Frugoni. La primera vez que voté lo hice al Partido
Colorado, no muy convencido de lo que había; pero la segunda
vez voté conscientemente y conscientemente voté al
doctor Frugoni. Cuando empecé a leer... y cuando empecé
a leer Marcha... Ahí empieza la cosa; yo digo que pertenezco
a la generación del 45, que dio hombres como Maneco (N. de
R.: el extinto periodista, diputado, senador y ministro Manuel Flores
Mora). Había un grupo de militares que empezamos a ver Marcha
y vimos abrir una nueva perspectiva. El doctor (Carlos) Quijano,
que fue un verdadero maestro, enseñó que América
existía; nosotros la teníamos a nuestras espaldas
y mirábamos a Europa, éramos europeos injertados que
hacíamos gala de no ser americanos. Los uruguayos tenemos
una suerte de dicotomía de identidad que es subconsciente;
tanto que no hay uruguayo que no diga que cuando se enoja o cuando
tiene que hacer un acto de valor, algo que requiera fuerza, energía,
dice "me salió el gallego de adentro", "me
salió el tano de adentro", "me salió el
vasco de adentro"; al uruguayo le sale de adentro cualquier
cosa menos el uruguayo. Pero a la vez -y antinómicamente-
gritamos lo de "la garra charrúa" pero nos enojamos
cuando dicen que no somos indios: "¡Qué vamos
a ser indios! ¡Somos blanquísimos!".
En esa antinomia
se revolvía el joven Günter en aquellos tiempos. Don
Carlos Quijano nos había explicado que había un valor
americano que los hombres de tez blanca podíamos reivindicar
y que valía la pena hacerlo.
EC - Usted era
amigo de Julio Castro, además.
OL - Era amigo
de Julio Castro, y le digo que el
día en que él desapareció venía a mi
casa.
EC - Admirador
de Michelini.
OL - Más
que admirador de Michelini. Recién le dije que en Uruguay
somos pocos (eso es muy querible, aunque dramático): cuando
nos encontramos con alguien somos parientes o vivimos a las tres
cuadras. Algunos de los hijos de Michelini fueron a la escuela con
los míos. Conocí poco a Zelmar, porque cuando pude
comenzar a actuar en política en realidad... primero Zelmar
estaba exiliado. Cuando regresé de todos mis viajes fui a
ver a quien era su segundo, su amigo Hugo Batalla; el padre de Hugo
era capataz del dique nacional, era un hombre que tenía problemas
de carácter cardíaco, muy querido, entonces en el
dique -que es una gran caja de cemento- se le colocaba una silla
para que el viejo se sentara, mirara y chequeara cómo los
remachadores iban reparando los buques que entraban. Hugo era recién
recibido, un año menor que yo, y la amistad surgió
muy rápidamente. Eso hace que cuando termina la dictadura
y yo desembarque de la marina mercante por primera vez -después
seguiría navegando- fuera a verlo y le dijera: "Hugo,
tengo tres cosas para ti: los viajes me permitieron comprar un auto,
tengo ganas de trabajar en política, y tengo tiempo".
Me afilié con entusiasmo a todo eso que Michelini había
pregonado, que en definitiva no dejaban de ser las ideas del propio
doctor Quijano, su acendrado americanismo.
***
EC - Uno de
los cuentos del libro relata los episodios que protagonizó
el 27 de junio y los días siguientes. En realidad fueron
tres episodios: el atrincheramiento en el balcón, luego cuando
va detenido y se lo confina en un camarote en el Artigas tiene otro
gesto sorprendente, impactante, ya que irrumpe en una despedida
de soltero que estaba teniendo lugar en el barco y hace un brindis
"Por la democracia y contra la canalla", como consecuencia
de lo cual es arrestado nuevamente y trasladado a la Escuela Naval,
donde luego decide encarar una huelga de hambre. ¿Por cuántos
días se extendió esa huelga?
OL - La huelga
de hambre duró 10 días. En 10 días perdí
10 quilos, tomaba agua nada más, pero no tuve hambre en ningún
momento.
EC - Todo esto
fue resuelto individualmente por usted y sin difusión, porque
no eran noticias que circularan en esos días en Uruguay.
Usted iba jugándose en cada paso. ¿Cómo analiza
a la distancia aquellas decisiones?
OL - Lo que
más me sorprende es que yo soy miedoso, y en ese momento
no tuve miedo. No sé por qué no tuve miedo, pero había
entrado en el túnel del tiempo.. Es retórica para
explicar algo que para mí era inexplicable. Esa mañana
yo sabía que si no hacía algo iba a sentir vergüenza
por el resto de mi vida. Mi salida al balcón, el cartel y
todo lo demás... Creo que los médicos los llaman una
compulsión; ahí no hubo nada heroico: lo hice porque
no podía dejar de hacerlo. Fue catártico, si no lo
hacía me moría.
EC - Y ahora
¿por qué escribe este libro?
OL - Eso tiene
otra razón. En los muchos años que estuve en la marina
mercante se me ocurrió llevar un diario para mis nietos.
Navegué muchísimos años, estuve en muchísimos
lados y me pasaron cosas de lo más raras algunas, bastante
graciosas, otras cuasi trágicas, y quise que mis nietos tuvieran
esa vivencia.
Cuando pasa
el tiempo uno empieza a repasar sus propios apuntes y cae en la
cuenta de que efectivamente las cosas fueron muy especiales. Instigado
por la familia, muy especialmente por mi esposa -yo era una suerte
de actor-, yo hacía cuentos y ella tenía que aguantarse
la repetición del mismo cuento porque variaba el público.
De ahí vino la instigación de escribirlos. Me llevó
un año y pasaron por tres editoriales; la última -la
de Cribari y Ladra, editores de la revista Latitud 30-35- se animó
a la aventura y he tenido el parto de viejo con la presentación
del viernes a la que usted asistió.
EC - Y donde
usted dijo, entre otras cosas, que este libro también era
para usted una catarsis.
OL - Sí,
fue una catarsis.
EC - ¿Por
qué?
OL - Fue y es
una catarsis. Hubo una serie de sucesos que el país entero
vivió y que yo tenía atragantados. Quería decirle
al mundo que Márquez era un delincuente, porque fue un delincuente
que se enriqueció hundiendo un barco y que lesionó
a la ciudadanía.
EC - Usted es
muy severo con el vicealmirante Márquez: directamente lo
describe como contrabandista.
OL - Es que
fue contrabandista.
EC - Y explica
en qué consistían las actividades que desarrollaba.
OL - Curiosamente
pude rearmar su trayectoria de contrabandista porque la casualidad
me puso en contacto con hombres que habían hecho ese periplo
con el que fue el almirante Márquez. Uno de ellos, un excelente
timonel que navegó conmigo siendo yo capitán de la
marina mercante, que anduvo por los puertos del mundo e hizo las
entradas al puerto de Montevideo con el resto del contrabando.
Digo ahí
(y vive para contarlo el propio almirante Zorrilla, que era comandante
del destructor que salió a buscar el barco que estaba inclinado
e incendiándose), que conozco a la persona que subió
a bordo y vio las bodegas abiertas con las mercaderías. Soy
amigo personal de quien fue con el piloto naval a identificar, en
el medio de la mar, a ese barco también llamado Pedro Campbell,
igual que el buque de la Armada. Este amigo fue quien lo identificó
porque en el primer vuelo el piloto no lo había podido encontrar.
Y este íntimo amigo mío, marino, se ofreció
porque conocía bien el barco; lo identificó en medio
de la mar, el avión naval lo sobrevoló hasta que se
le acabó el combustible y Márquez se alejó
rumbo a la frontera con Brasil; ahí decidió hundir
el barco e incendiarlo. Hay una ceremonia que parece sacada de una
obra de Wagner... Los barcos tienen una suerte de canilla en el
fondo (se llama válvula de fondo) que se abre para quitar
el agua cuando el buque entra a dique; frente al hecho consumado
de que había sido descubierto por las autoridades, de que
todavía había mercadería a bordo que no tenía
documentos, decidió abrir la válvula de fondo y bajó
a la tripulación en botes salvavidas. La casualidad hace
que cuando los botes salvavidas se dirigen a la costa brasileña,
cerca de la frontera con Uruguay -van a Rio Grande- pase un buque
mercante argentino que ve el drama marítimo: un barco se
está hundiendo, está inclinado y hay tripulantes en
los botes. Me lo cuenta uno que estuvo ahí, que navegó
conmigo: Márquez le dijo gimoteante a su colega argentino:
"Se me está hundiendo el barco, por favor vamos a
esperar a que se hunda", y el barco no se hundía.
Entonces Márquez le dice: "Colega, por favor, déjeme
hacer una última tentativa para salvar mi navío".
Todos ven desde el navío argentino que sale la lancha, trepa
por la escalerita, hay un lapsus donde no se ve a nadie y de pronto
sale humo. El hombre que me lo cuenta dice que reunieron los colchones,
les pusieron combustible y lo incendiaron. Ahí termina esa
parte. Entonces, aquello de que aquí en la tierra se paga
y que el crimen no paga, no es cierto.
EC - El libro
tiene varias referencias históricas. Esa de su propia actitud
del 27 de junio y en los días siguientes, la tragedia del
Banco Inglés de agosto de 1954, que le tocó vivir
muy de cerca, el operativo Tirabuzón... Pero el libro también
tiene historias de lo que simplemente fue su experiencia como marino
mercante: sus viajes por el mundo, la vida de los puertos, la vida
a bordo de un barco de esas características. ¿Qué
quiso hacer con esas otras historias? ¿Por qué contarlas;
qué es lo que revelan, para usted?
OL - Son vivencias
muy caras.
EC - Más
allá de que son cuentos muy interesantes y atrapantes casi
todos ellos. ¿Por qué los eligió?
OL - Cuando
salí del Liceo Naval, de gurí, con 14 años,
tenía el deseo de la aventura, Rivera quedaba tan lejos de
Montevideo como de Siberia: eran 16 horas en el ferrocarril nocturno,
ir por carretera era imposible. Ahí empezaba ya la aventura.
La Marina me ofrecía eso y la posibilidad única -yo
no tenía plata y mis padres tampoco- de conocer ese mundo
del cual algo había "pispeado". Cuando se me da
el primer comando del petrolero Presidente Oribe, que para la dimensión
de Uruguay era un barco enorme (tenía 190 metros de eslora,
o largo), recuerdo que salí un día jueves de Montevideo,
hasta Maldonado -y de ahí en un paralelo vamos hasta Sudáfrica,
en el mapa horizontalmente uno va hasta Sudáfrica cruzando
todo el Atlántico-, el día domingo hacía tres
días que no dormía y no tenía sueño;
le pregunté al médico de a bordo por qué no
tenía sueño: "No se preocupe, capitán;
ya le van a venir las ganas de dormir". En ese momento yo descubrí
que ése era mi destino y que no me había equivocado
cuando intuitivamente, de gurí, salí de Rivera para
meterme en la Escuela Naval, a pesar de las cosas que me pasaron
siendo niño y que relato en el cuento que se llama "La
fuerza es el derecho de las bestias". Vaya si me gusta la cosa
que convencí a los tres hijos; no fue un "lavado de
cerebro".
EC - ¿Por
qué "Günter"? ¿Por qué elige
ese nombre para usted mismo, para el personaje que en realidad es
usted mismo? No está contado en el libro.
OL - No, no
está contado. Mi primer nombre no es Oscar, que es el segundo;
era el nombre de mi padre. Mi primer nombre es muy alemán,
Werner, como el señor de los cohetes, Werner von Braun; en
los documentos, en la cédula, dice Werner Oscar Lebel. Pero
con el tiempo le fui haciendo un ladeo y usando el Oscar por razones
pragmáticas... Mis hijos me dicen "Viejo", mi mujer
me dice "Querido" cuando andamos bien, los subalternos
me dicen "Comandante" y el Werner se volvía un
poco complicado porque siempre tenía que deletrear "W-e-r-n-e-r",
excepto cuando iba a Alemania, donde me lucía porque era
el capitán uruguayo que hablaba alemán y las autoridades
se brindaban con todo. Ahí el Werner funcionaba.
EC - Pero usted
no le puso Werner ni Oscar, el personaje se llama Günter.
OL - Pero yo
viví en Alemania esos tres o cuatro años y tenía
un amiguito, que era muy fuerte -yo era debilucho- y me defendía;
él se llamaba Günter. Cuando volví a Alemania
medio siglo después -aunque usted no lo crea- me encontré
con Günter, mi amigo de los cuatro años, que había
pasado como soldado todos los horrores de la guerra, después
fue marinero, cowboy en Australia, y era el taxista que me llevaba
a pasear. Ahora es fallecido. En cierta manera estoy rindiendo un
pequeño homenaje a ese amiguito que me cuidó cuando
teníamos cuatro años. Los niños de cuatro años
y los viejos tenemos mucha memoria para esas historias tan lejanas.
***
EC - Hace años
que pienso que el Uruguay está en deuda con el contralmirante
Oscar Lebel. Que nunca le hemos reconocido suficientemente aquellos
gestos individuales de dignidad por medio de los cuales, dentro
mismo de la Armada, hizo su aporte a la lucha contra la dictadura.
Ojalá se agote este libro, "El viejo Günter",
y sea el primer acto de ese homenaje pendiente. Vale la pena leerlo.
OL - Quisiera
resaltar que lo que hice en el balcón no tuvo ribetes heroicos.
Hice algo porque no podía dejar de hacerlo. Fue una reacción
como la que se tiene ante el miedo, cuando uno se cubre la cara.
Hay momentos que son absolutamente intransferibles, lo recuerdo
hoy y parece un personaje extraño que salió y no tenía
miedo, porque cuando lo pienso hoy tengo miedo, pero sé que
en aquel momento no lo tuve. Dicho esto y hecha la confesión,
muchas gracias.
EC - Vamos a
ver cómo le va en esta nueva etapa de su vida como narrador.
Como narrador editado, porque narrador ya era, como usted mismo
ha contado aquí, desde hace muchos años.
OL - Tengo pretensión
de seguir siéndolo, porque ahora se me ocurrió hacer
otro cuento, más que cuento un libro, que se llama "El
cocinero del rey", que no tiene nada que ver con Luis XIV,
sino que es la peripecia de un muchacho que sale de La Paloma y
embarca como cocinero en un barco que se llama "El rey".
EC - ¿Cuándo
lo tendremos?
OL - Vamos a
ver si dedicamos este verano a la procreación y que el parto
sea cuanto antes, si los dioses me son propicios.
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------------------
Transcripción: María Lila Ltaif Curbelo
Edición: Jorge García Ramón
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