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Yo estuve en la ESMA
(Mensaje enviado el domingo 4 de abril)
Por Milton Romani Gerner
Hasta parece un exabrupto poder expresar lo que hasta ahora era un impronunciable: “Yo estuve en la ESMA”. Sólo podían decirlo, generando pavura, algunos pocos sobrevivientes del campo de concentración más grande de América Latina. Alguno de los cuales el viernes 19 volvieron para recorrer esas instalaciones con el aliento y la solidaridad del Presidente de la Nación. Los otros, aquellos que no pudieron decirlo, y que su voz retumba en el Río de la Plata y siguen volviendo, esos otros miles, esos, todavía exigen justicia. Pero con ellos de alguna manera estuvimos el miércoles 24 de marzo de 2004.
Escribir así este título, fue una tentación para mostrar la abismal diferencia entre el antes y el ahora. Ahora tiene otro sentido. Reparador, justiciero luego que la ESMA, ese centro de tortura y desaparición ha pasado a formar parte del patrimonio del pueblo argentino y de todos los que luchamos contra la impunidad. Trasponer las rejas, luego de firmado el decreto era cruzar el límite ultimo, la muerte, que en un acto de gobierno cargado de todas las luchas que las Madres, las Abuelas y los Familiares, y de los que resistieron allí hicieron posible. Ahora es el símbolo monumental que se puede derrotar a la muerte. Que la impunidad también tiene un límite, y que la lucha no ha sido en vano.
El exabrupto, quizás, ahora que pienso, es compararlo con la patética, frívola y cómplice actitud, de este nuestro Presidente, el Dr. Jorge Batlle, que en las antípodas admite acá, que cementerios clandestinos ubicados en predios militares sigan siendo la vergüenza de nuestra sociedad, y que en los actos “patrióticos” se rodee de terroristas civiles y militares. En el espejo argentino tendrán que empezar a mirarse. Además de examinar nuevamente cómo hacen para eludir la catarata de pedidos de extradición, que van a empezar a llover nuevamente. Que la hora de la justicia llega.
Viajé para estar allí junto a las Madres y Abuelas, junto a varios hermanos argentinos, para ser testigo y protagonista de un acto soberano de reparación colectiva e individual. Fui pero conmigo estaban mis compañeras y compañeros, mis hijos y mis nietas, fui para recorrer el monumento a la desaparición, ahora reconvertido por un acto del jefe de Estado y del gobernador de la Ciudad. Lo dijo Kirchner y asentimos todos con lágrimas: no es odio ni rencor, es para luchar contra la impunidad y por la justicia. No es sólo para “solucionar este drama humanitario” y dedicarse luego a los “verdaderos problemas del país”. La impunidad y la justicia es el primer problema democrático. Porque el terror de Estado sirve para amparar la desaparición de nuestros hombres y mujeres, pero también, y fundamentalmente, la desaparición de los derechos de todos. El “modelo” económico que vivimos es consustancial al terror que se aplicó y a la impunidad que hoy se sostiene.
El presidente de una nación es primer mandatario porque está al frente de los ciudadanos y ciudadanas en la defensa de sus derechos. El ejercicio del mando quebrando la impunidad ampara y devuelve la soberanía al pueblo, devuelve su memoria y rompe con los asesinos que secuestraron, además, la posibilidad de que seamos dueños de nuestro destino.
Mis hijos (ellos crecieron en esa tierra porque en ella nos refugiamos en el 73) se emocionaron mucho (como tantos que lo siguieron por la TV) con lo que en ese día ocurrió. Me comentó mi hija que las palabras de Kirchner la hicieron sentir protegida como ciudadana. Es así: cuando un mandatario dice lacónicamente “Proceda” y el comandante en jefe de un Ejército (que durante años cumplió con el triste papel de ser el verdugo de su propio pueblo) cumple la orden de retirar los cuadros de los genocidas, esa imagen, tiene un mensaje poderoso. No sólo a los que están formados para recibir órdenes. Es, además de un acto de protección, un acto de libertad que abre un campo de posibilidades, de potencialidades. Es un acto de poder, en el sentido que todos podemos.
Si es posible quebrar la impunidad de los que usaron el Estado para sembrar el terror en la sociedad, si es posible eso, todo lo demás es posible. La vida es posible. Y no la muerte enseñoreada más acá de la pretendida democracia. No somos caducos. Pretendemos el ejercicio de la punición de crímenes que lesionan nuestra humanidad, porque pretendemos ser libres. Pretendemos ejercer todos nuestros derechos.
Y no somos culpables. Porque quizás el drama mas siniestro que se extiende en toda una sociedad después de ser víctimas del terrorismo de Estado es de sentir culpa por ser sobreviviente. Están los que apoyaron y los indiferentes.
Pero para muchos, más cerca o más distantes de los que fueron torturados y secuestrados, vejados y desaparecidos, la pregunta resuena siempre “¿Por qué yo me salvé?”. Bruno Bethelheim, sobreviviente de los campos nazis de Dachau y Buchenwald, en un libro que lleva por título “Sobrevivientes” afirmaba:
“Me opongo especialmente a la idea de que cualquier persona, incluyendo al sobreviviente, tenga la obligación de demostrar que mereció salvarse, y me opongo a ella aunque sólo sea porque de alguna manera da a entender que si otros perecieron fue porque no merecían salvarse”.
Allí estábamos el miércoles 24. Se abrieron las puertas de la ESMA y la gente cruzó sus umbrales. No hubo ni tumultos ni estampidas. Diría que una mezcla de solemnidad, recogimiento y, por qué no, también de miedo, nos embargaba. Cruzábamos despaciosamente el umbral de lo impensable.
Recorrí junto a otros ese símbolo de la tortura y desaparición, donde se aplicaba el “pentonaval” para adormecer prisioneros y cargarlos a los aviones que luego los tirarían vivos en las aguas del Río de la Plata. Conmovía el silencio respetuoso de los que hasta un momento antes, agitaban y gritaban con sus bombos “Olé olé, olé olá, como a los nazis, les va a pasar, adonde vayan los vamos a ir a buscar”. En medio de la prolijidad burocrática y siniestra de ese predio enorme, la gente caminaba serenamente, como quien ha conquistado un territorio donde habitan y descansan los suyos. Un territorio de paz, de memoria y de lucha.
Sí, en la Escuela de Mecánica de la Armada en Av. Del Libertador y Comodoro Rivadavia con sus interminables 17 hectáreas, con su Escuela de Guerra Naval, su plaza de armas, sus dormitorios, y su enorme salón de actos. Su Escuela de Náutica, y sus calderas, su triste y macabro Casino de Oficiales y de Suboficiales donde funcionó el corazón del campo. Casi la Gral. Paz, límite de la Capital Federal.
El límite: un campo de concentración que fue destinado para el último de los
límites inimaginables, la muerte y la desaparición. La historia en la
Argentina, y en esta región ya será distinta. Mi vida y la de los míos será
otra. Porque ahora sí, las futuras generaciones podrán expresar con orgullo
“yo estuve en la ESMA” y ello será un capítulo más de la lucha por la
humanidad. *
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