Mi mejor verano

Mi mejor verano

Por Juan Raúl Ferreira

Gratificante, sin duda, fueron los veranos de mi niñez. A veces pienso que la adolescencia tan difícil; los duros jóvenes años del exilio, el regreso esperanzando, pero rápidamente sacudido por la muerte de mi padre, todo lo que juntos tuvimos que vivir los míos, estuvo marcado, atenuado o potenciado, por la felicidad de los años de la niñez. Aquéllos son los años sobre los que luego se cimenta la vida.

Si feliz era la vida, dos veces feliz era el verano, donde la familia estaba siempre junta. Papá (me tomo la libertad de llamarlo así, porque era el único nombre que tenía cuando éramos chicos) estaba poco en casa el resto del año.

Administrador de campo, diputado, ministro, siempre a lo que hacía le dedicaba esfuerzo, entusiasmo y tiempo, mucho tiempo.

Será por eso que lo disfrutábamos tanto cuando lo teníamos.

Todo era parte de la misma vida feliz que evocamos.

Las peleas (permanentes) con Gonzalo, las malcrianzas de Babina (a quien de grande aprendí que se llamaba Silvia, como tuve que reaprender a llamarla cuando se hizo famosa), la ternura de mamá, todo se conjugaba con él. Nos peleaba, nos malcriaba, jugaba con nosotros y sobre todo nos divertía.

Porque era peleador, tierno, le gustaba jugar y era, por sobre todas las cosas, muy divertido.

El verano tenía tres escenarios posibles: la playa, "El Bohío" y el "Chalet Grande". La playa era La Brava, "El Bohío", la casa de mi abuela paterna, donde desembarcaba toda la familia; el "Chalet Grande", la casa de Tatina, mi abuela materna, hoy Restorán La Trainera. Tatina era una personalidad tan especial que ir a su casa era un privilegio que había que disfrutar de a uno. Ninguno de los nietos quería compartirlo demasiado. Toda la diversión de esos días, era ella. Le gustaba hacer lo que descubría que el nieto de turno quería.

La playa Brava antes era más chica que ahora. Iba de El Emir a las rocas donde empezaba Chiberta, que lindaba con San Rafel y le seguían playas mucho menos colonizadas y lejanas de la civilización. Los mapas de esos veranos se perdían en La Draga. Pero como todo es relativo, ese pedazo de playa de olas al que llamábamos La Brava se nos hacia inmensa.

En las tardes de "El Bohío", bajo los pinos, nació Dipperding, el protagonista imaginario de los cuentos que papá nos improvisaba. Dipperding se adaptaba a las necesidades. No sabía karate, como los héroes de ahora, ni peleaba contra monstruos de siete cabezas ni jineteaba dinosaurios. Pero, nadie lo dude, era un superhéroe. También era cómico, dramático, astronauta, pirata, policía, perseguido... Dipperiding era todo, eran el puente entre nosotros y el niño que seguía habiendo dentro de papá y que él mismo se negaba a ocultar.

Por las escalinatas ocultas por las hortensias de "El Bohío", transcurrieron mis primeros viajes al Africa lejana y crucé varios océanos de la inagotable imaginación infantil.

En "El Bohío" festejé los primeros cumpleaños de los que tengo recuerdo, acompañé a mi abuela Fortuna a hacer las compras a Florio y me vestía como gran ocasión para ir a misa en Maldonado, todo un paseo en aquel entonces que merecía prepararse debidamente.