De carne, hueso y algo más
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Como en un domingo de pascuas, resurgió. La brasa a medio apagar retoma el color furioso de un pasado que se fue, y contagia. Se arma el fogón. Uno a uno se suman a la ronda. Es un fuego de madera vieja, arrugada y caprichosa. Efusión que calienta el alma, enronquece la garganta y "Rasguña las piedras".
Por Tomer Urwicz, de Espectador.com
Charly es hoy un árbol torcido que logró enderezarse. Es el sobreviviente "de un huracán" que no pidió permiso para ingresar. Dejó la bacanal para ser un poco más García, o al menos para dejar escuchar su voz.
Recuperado de sus pecados más oscuros la ruleta le depara su última jugada. Es todo o nada. No habrá más oportunidades y el final está por llegar: la tumba o el altar. El público lo espera, como el primer día, para juzgar.
Al bajar el telón es todo blanco o negro, como sus bigotes, como con cualquier ídolo. Es que García es un fetiche en plena posmodernidad.
El cemento del Velódromo Municipal recibió a un flaco melenudo camuflado en un actual cuerpo repletito. Ese que no deja ver la aorta cuando choca contra la piel del delgado cuello o las piernas torneadas que parecen difuminarse en un espiral.
Las agujas marcaban las 21.37 y salió él. Un saco color mostaza deja entrever a una panza sujeta por una remera negra. Las uñas pintadas con un rojo chillón en contraste con unas manos desgastadas de tanto uso.
En los costados del gran escenario, banderas verticales caían desde el cielo del escenario con la insignia de "Say No More".
Un "Zorrito" se escapó y alquiló los teclados. Con una consola de policromía de botones, Quintiero articuló los efectos de sonido; uno de los tantos atractivos del show.
Carlos "Negro" García López hizo de las suyas. Bailó con la guitarra, se movió e hizo mover al público. Sentado al borde del piano no escondió su sentimiento y en un momento sentenció: "Arriba Peñarol".
Desde el foro se escuchaba la nueva voz femenina de Rocío Ortega que sobresalía en un ambiente masculino y gruñón. Chile se hizo presente con tres jóvenes que pasaron de ser teloneros a la compañía de Charly. El multifacético Kiuge Hayashida en guitarra rítmica y coros, Carlos González a cargo del bajo y Tonio Silva Peña en la batería.
Palos de una bata le sirvieron de batuta a García para dirigir a las 7.200 personas que lo aplaudían desde las gradas. Palo que como ramo de flores de una novia, fue a parar a las manos de uno de sus fans. Es verdad, unos estaban más próximos al escenario. Otros, separados por un vallado, lo veían por pantalla gigante. El rey del rock rioplatense no se olvidó de esa discriminación y dijo: "El rock es amor, paz, libertad y Rolls Royce".
Las distancias no influyeron en el disfrute de un público que acribilló el frío con un constante saltar. Esos rebotes que perturban y conmueven. Charly no brincó. Él caminó y caminó. No sé si habrán sido unas 40 o 50 veces las que a marcha militar se desplazó desde la jirafa que sostenía el micrófono inalámbrico hasta el piano apostado en la izquierda.
La secuencia era siempre la misma. Se paraba ante el inalámbrico, daba comienzo a la canción. Lanzaba por los aires el micrófono que era atajado por un utilero apostado en una pata del escenario. Charly se recostaba en la silla del teclado, el colaborador corría hasta el centro y dejaba las cosas en su lugar. Así se las pasó toda la noche. Y los olvidos del protagonista comprometían más a quienes lo ayudaban.
Entre fierros y luces Charly se siente el mejor. Eso sí, ve en Cerati una buena competencia y hasta se acordó de él tirándole "buena onda". No escatimó elogios para Ruben Rada que lo acompañó para irse "en avión" en lugar de "en tren", ya que no recordaba mucho la letra de "Confesiones de Invierno". Tampoco pasó inadvertido el ex colaborador en vocales de Rolling Stones, Bernard Fowler.
Canciones con tonos altos, cantadas en inglés. Rock liviano y "stone". Todo compone lo que el espectador Eduardo Zaindensztat, exdirector de la DGI, calificó como "un impuesto al Patrimonio". Y agregó: "Más allá que hay gente que le encanta, es un símbolo de la música".
En lo artístico no hubo muchas dudas. Charly tiene la voz cascoteada, pero hizo escuela en el rubro. "Hay que separar siempre al artista de la persona", dijo Frank Lampariello, bajista de Hereford. Otros sostienen que se arruinó y que el personaje le ganó la partida.
Él está feliz. Lo afirmó varias veces sobre el escenario. "El verlo feliz, me pone feliz", dijo Nancy de 48 años, una de esas fanáticas que lo ha visto diez veces en vivo y lo sigue desde que tenía 11.
Un corte dio para que a ritmo de barra brava una señora poseída por un esqueleto tambaleante lanzase: "Olé, olé, olé; Charly, Charly". La siguieron todos, o casi todos.
Otro joven rascaba con una falsa púa la brisa y pensaba que estaba sobre el escenario.
Charly bajaba la cabeza con la humildad de quien conoce las tablas. Por momentos se recomponía, agarraba protagonismo y ponía su pata sobre el piano, o decía que "Bin Laden está vivo".
Le está todo permitido. Patea la jirafa y la gente aplaude. No canta pero cuenta con un coro de miles de personas. Decidió no hacer y eso que estaba ensayado en la prueba de sonido. Es que Charly es así, su palabra es irrevocable. Say no more.
Foto: Federico Requena