La belleza de la dispersión
Por Ana Inés Larre Borges.
(Publicado en BRECHA el 29.09.06)
La noticia de la muerte de Ruben Cotelo (Montevideo, 1930) sorprendió un poco al ambiente intelectual, que pierde con él a un observador agudo e iconoclasta de la cultura nacional y universal.
Es verdad que hace un tiempo que no aparecía en El País Cultural alguna de esas notas elegantes y documentadas que trasladaban diáfanamente al lector el inocultable placer con que habían sido escritas. Uno leía lo que Cotelo escribía sobre, digamos, Scott Fitzgerald y adivinaba al hombre que, con el tiempo disponible de su retiro, rodeado de sus buenos libros en la tranquilidad de su casa, se entregaba a construir con paciencia y fervor una pieza memorable, dilapidada a la fugacidad del periodismo. Casi siempre fue así para él. Como indicó su maestro Carlos Real de Azúa, "casi nada suyo corre recogido en libro". No deja de ser un caso de justicia poética que el único libro autónomo de su autoría sea justamente Carlos Real de Azúa de cerca y de lejos, de 1987, homenaje a la personalidad que más influencia tuvo en su formación. Esa dispersión bibliográfica, sin embargo, ampara varios aciertos indelebles. Escribió cosas que durarán porque tienen lo que necesita el arte del ensayo para ser: ideas. Fue Cotelo el primero en ver la religiosidad sacrílega de Onetti. El primero en advertir cuanto de maldito catolicismo había en una ciudad que por algo se llamaba Santa María y en un autor que padecía el mito de la virginidad. Eso que puede consultarse impreso a mimeógrafo en algún volumen colectivo de la Fundación de Cultura Universitaria, cambió para siempre la manera de leer el universo onettiano. También le gustaba el pasado: es iluminador su trabajo sobre Eduardo Acevedo Díaz en Capítulo Oriental y es penetrante y elegante su siempre citado ensayo sobre Hudson y La tierra purpúrea ("El libro que Uruguay perdió" era su título, y circula en el prólogo de la edición de Banda Oriental).
Cotelo, el autodidacta, supo acertar en esos y otros casos porque nunca dio tregua a la curiosidad por el ancho y ajeno mundo de las ideas. Fue pionero en reseñar libros de otras disciplinas que las de la creación, y usó esos conocimientos para tentar abordajes antropológicos, psicoanalíticos o culturales de las obras de arte.
Una ingenua superstición hace que se lamente siempre la dispersión de una obra en las páginas de la prensa o en la inasible oralidad de las clases y los cafés. Reprochamos a ciertos talentos su renuencia a dejar sus ideas y sus palabras bien ataditas en un libro, sin darnos cuenta de que también los libros se escriben para el olvido. Sin sospechar, tampoco, que hay huellas intangibles que persisten. Sin reparar en que, acaso, parte del legado esté en esa desatención a lo propio, juicio tácito (y necesario en estos sitios de provincia) sobre lo que verdaderamente vale la pena atesorar. No sé; yo al menos, veo cierta belleza en ese descuido, en esa dilapidación.