Aterrizando
"Estimados pasajeros. Les informamos que por problemas técnicos, ya solucionados, debemos regresar al aeropuerto de Lima". Primero el nudo en la pancita. Después la pregunta interior obvia: ¿Si ya los solucionaron, para que volvemos?. Acto seguido: Si volvemos, no lo solucionamos. Si no lo solucionamos ¿Qué carajo es?. Los minutos siguientes no estuvieron muy buenos... Al final, volvimos a Lima. Volvimos a aterrizar. Volví a cambiar de avión. Volvimos a despegar y llegamos a Chiclayo.
El cielo está gris. Las casitas uniformes se suceden una tras otra. No muy grandes. De techos bajos. De concordancia casi total, en estilo y tamaño, una con otrra. El panorama desde el avión, en pleno descenso, tiene un tono polvoriento-beige-uniforme que por un momento me hace acordar a Tijuana. Pero solo por un momento. Minutos después, notaré que estamos en un pueblo chico. Con el paso de las horas iré reafirmando esa sensación. Un pueblo chico. Uniforme y manejable. Que tiene, con la copa América, su gran hora. La que esperaron toda la vida. Tal vez sea por eso que el Tachero me quiere cobrar diez soles (unos tres dólares) un viaje que cuesta tres. Le sigo eso. Me dice que no. Que el tiene que pagar 36 dólares para tener ese lugar. ¿Y a mí qué?, pienso pero no digo. A cambio propongo un cuatro. Retruca cinco. Compro. Tiro el bolso atrás y nos vamos. Mientras transito las calles de tierra escucho al veterano que me habla de Uruguay, lo mal que esta, la historia perdida, la decepción del presente, etc. Esto se repetirá varias veces. Con tacheros, periodistas, caseros. Antes les discutía. Ya no.
El ritmo del barrio
Bienvenidos a la urbanización (barrio) de Santa Victoria. Lindero con el centro de la ciudad. Unido a este por la avenida que de el nombre al barrio, una de las pocas de asfalto que hay en la zona. Casitas bajas. De frentes similares. Diseño sencillo. Colores pasteles. Casi geométricas. Algunas con balcones y rejas altas. Con "caras chatas" que se apretan contra la reja, que se apreta contra la vereda, que se apreta contra la calle. Por la que pasan decenas de taxis todo el tiempo. Lo juro: esta ciudad tiene más taxis que Nueva York. De cada diez autos que circulan, ocho o nueve son chiquitos y amarillos. Así son: chiquitos y amarillos. De esos japonenes, tipo Marutti. Tocan bocina cada vez que pasan por al lado tuyo. "piiiii, piiiiii". Emiten un sonido como de nariz tapada. "piiii, piiii". Por momentos se tornan insoportables. "piiiiii, piiiiii". Y yo que -como un boludo- me doy vuelta casi todas las veces. Cómo si fuera caminando por Parque Batlle y pensara que me saluda un conocido. "piiiii, piiiii". ¿Habrá un sonido peor en el pueblo?
Un domingo cualquiera
Ya perdió Portugal. Acabo de comer. Son las cuatro de la tarde y tengo dos opciones: salgo a caminar o me acuesto. Si me acuesto, no me levanto más. Mañana va a haber mucho laburo, pienso. Aprovechemos. Me ato el canguro a la cintura, por si refrezca, y arranco. Antes de salir, le pregunto al casero que es esa música que se escucha como si estuvieran dentro de la casa. "Sígue la música que encontrarás el baile". Cual rata tras los sonidos del flautista, encaro las calles de tierra del barrio. A pocas cuadras, las casitas prolijas y uniformes empiezan a desvirtuarse. Cruzo un pequeño arroyo (estancado y abundante en restos de basura y envases plásticos) a través de un puentecito y entro en territorio desconocido y visitante. Enseguida noto que ya no es el barrio en el que estaba. La tierra, las caras, la estética. Me mando por una callecita de tierra de donde parece venir la música. A los pocos metros, por lo menos 50 personas hacen puerta y la música suena más fuerte que nunca. Incluso saturada. Un largo cartel en amarillo fluo, medio despintado, reza: "La posada de las Colonias". A pocos metros, dos carteles anuncian sobre la ventanilla de la boletería- el precio de la entrada: 10 soles (cerca de tres dólares). Me parece caro. Para mí, y sobre todo para los que inundan la puerta. El ambiente se llena de situaciones costumbristas. Desde familias enteras que van a pasar la tarde, hasta barritas en actitud levante. Un Policía apura a tres en la puerta. "Ia, bueno. Entran o circulan". Minutos después se regodea con dos adolescentes que lo tantean para que las haga entrar. Sonrisas de ida y vuelta. Ahora no tiene apuro. En la vereda de enfrente, medio centenar mira la escena. Es obvio que no tienen plata para entrar. Me sorprende la actitud pasiva. No tienen plata y no entran. La miran pasar. No piden "pa´la entrada", no regatean en la puerta, no se tratan de colar. Es la actitud que se repetirá días siguientes, con casi todos y en casi todo.
Bienvenido al show
Pago y entro. El show está a full. Dos conductores alternan chistes con juegos para el público, del tipo "que levanten las manos las infieles". Intercalan el espectáculo con bandas como "Adorables seductoras" o "José Valdivieso y su orquesta". No solo suena muy fuerte. Suena muy mal. Me noto y notan diferente, pero sin historias. No hay caras de peso, no hay mala onda. Ellos en la de ellos, yo en la mía. Me tomo una "Cuzqueña" y pispeo este tablado a la chiclayana. Ya cayó la noche. Me aburrí. Vuelvo sobre mis pasos. El baile-kermese-tablado seguirá muchas horas más. Incluso ahora, mientras trato de hilvanar dos frases mientras una señora desafina un "tomo para no iorar por tu amor". Descubro que, efectivamente, hay un sonido peor en el pueblo.