Tuya y mía

El legado Vareliano

El legado Vareliano

Nueva edición de Círculo Central, la columna de Guillermo Trasante. En este caso se enfoca en cómo el fútbol afecta a la sociedad y su valor cultural al margen de los resultados, vinculando a la selección con la educación, a Obdulio con José Pedro Varela. 

Por Guillermo Trasante

En un rincón perdido de la patria brilla ilusionado el sol de la bandera. Saben los parroquianos más que nadie, saben, que la edad no pone coto a la añoranza. Que la cometa se remonta con las manos suaves y aterciopeladas de un niño, y con el mismo ímpetu que los infantes sujetan los hilos de la rienda suelta las manos arrugadas y ásperas de los abuelos. Y las abuelas de antes, incluso desde lejos, tejen con los mismos hilos la esperanza del hogar acobijado, para que sus lanas arropen a futuro el patrimonio vivo de la descendencia.

En un país que si no fuera por el sobretodo y los pantalones cortos casi no podría distinguir a Batlle y Ordóñez de Nasazzi, que si acaso no fuera por la pelota bajo el brazo o las manos levantadas girando casi en media vuelta no diferenciase a Obdulio de Wilson, o que si no fuera por el bigote de uno y el ceño fruncido con los ojos bien abiertos del otro, no sabría discernir a Seregni de Lugano, en ese país no se sabe si una pelota es un juguete o el instrumento democrático más robusto.

Un extraño país por cierto. En el hemisferio sur, bajo el ala de un sombrero de dos grandes regionales, a orillas del Río de la Plata, se erigen de bronce sus figuras de oro. Porque un prócer libertador, cuyo nombre coincide con el de un famoso padre carpintero, con la buena madera de los grandes cimientos dejó un legado con tinte de mandato y en forma de oración: "Sean los orientales tan ilustrados como valientes".

Juro que casi no podría distinguir entre mis recuerdos si juré por primera vez la bandera en un salón de actos cerca de las 11, o si fue en formación de once en ese mismo salón y ante el mismo pabellón, en un acto de muy similar solemnidad. 

A mis 36, tengo la primera emoción vívida en el gol de Fonseca en la hora ante Corea del Sur en Italia 90'. Me tiré de la ventana literalmente. Salté del living a la calle en un grito de gol que recuerdo, no sé si por el golpazo de aterrizar en el cemento o por el baile que nos dieron los tanos en octavos. Sin embargo así como el cabezazo de Fonseca es la primera imagen de victoria asociada al fútbol que tengo, pocos años después en la eliminatoria para el mundial siguiente, conocí la sensación de la frustración, representada en mis retinas en la piña sin destino que Siboldi le lanzó a Romario después de que éste, en una maniobra corporal extraordinaria, eludiera a aquel muy buen golero celeste que ese día se atajó hasta el viento, impidiendo una goleada de ribetes históricos en lo que para mi fue el Maracanazo al revés. La canarinha nos pegó un baile tristemente memorable y quedamos afuera de Estados Unidos 94'.

Estamos a pocos días de otro mundial. Y el fútbol es fútbol, y es cultura también. Siento, no como periodista ni como simpatizante ferviente de nuestra selección, sino como ciudadano, un profundo reconocimiento a este equipo de seres humanos que se visten de celeste y defienden más que un color, más que un juego, incluso más que una nación. Defienden valores inherentes a la vida. 

Es que el proceso de Tabárez claramente ha resultado exitoso en la cancha pero más exitoso aún fuera de ella. Y no es un detalle a dejar por allí colgado. Por aquello que escribimos líneas arriba, de lo que representa el fútbol en nuestro país. De lo entrañablemente ligado a cuestiones del diario vivir. Ya más de una vez hemos manifestado que el gol de Ghiggia nos dio el Maracanazo y toda la gloria de aquella gesta épica pero que sin embargo fue aquel acto del negro jefe de poner la pelota bajo el brazo y caminar hacia el círculo central con la adversidad del resultado parcial y las tribunas en contra lo que cambió el ADN de los uruguayos. Varela (Obdulio) fue en el fútbol lo que Varela (José Pedro) fue para la educación en nuestro país. Y Tabárez, lo sabe. Es a lo que se refiere cuando dice que el camino es la recompensa. 

En tiempos en los que la sociedad necesita refundar sus valores más profundos, su idiosincrasia debe reverdecer laureles. Y esos laureles no son los que puedan reposar en una vidriera, pues bienvenidos los trofeos si se consiguen. Esos laureles son los que estamos viviendo. El hecho de estar en un mundial, de que las oficinas se parezcan a las viejas tertulias del café y que, de pronto, se confundan con aquellas que Roberto Arlt describió en "La Isla desierta", de que el fútbol nos invada y nos permita al latir de un mismo sentimiento olvidar cuestiones que muchas veces nos dividen. Que a partir de un certamen deportivo que nos encuentra partícipes, en las escuelas de todo el país con el evento como temática disparadora los niños entiendan que los seres humanos tienen mejores batallas que una guerra, y desde allí conocer otras culturas, historias, geografías y hechos que trascienden lo meramente deportivo de la competencia en sí. Sucede cada cuatro años y es maravilloso ver como después de su paso, como un vendaval de conocimiento, los niños asocian banderas, historias y conocimientos que van más allá del juego.

Nuestro director técnico Tabárez ha hecho escuela de los valores que rodean a las competiciones, y le ha otorgado más valor a los esfuerzos que a los logros materializados. Y esa virtud, de quien dirigirá su cuarto mundial a Uruguay, dejará una huella imborrable con el paso del tiempo. Al fin y al cabo lo sabe Óscar Washington, como uruguayo amante del fútbol y como maestro de aula que fue, que no hace otra cosa que darle continuidad al legado vareliano.

Al decir del poeta Víctor Lima y cantar de Los Olimareños: "Sembrador de abecedarios, líder del verbo oriental...el fundador de tu escuela se llama Varela, quiere, quierelo".