Copete corto

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Copete Largo

cuerpo

Este es el cuerpo .. y pego un word

En este capítulo, no censuro ni apruebo. Es el lector el que después de leer este relato —escrito como por un imparcial historiador—, está llamado a censurar o aprobar.
No importa lo que se diga de mí, porque al escribir esta obra no he abrigado ningún anhelo de gloria literaria. Lo he hecho para saciar el deseo de relatar una historia de la que he sido testigo.
Así, pues, este capítulo es un segundo prólogo. Es la antesala de los hechos que vendrán después.
La vida de los libaneses es una copia de la de los patriarcas que desfilan por la Biblia.
La palabra del padre es una ley y se respeta la voluntad del primogénito.
Con el anuncio del nacimiento de un varón, llega al hombre de Líbano la alegría. Pero, al contrario, la tristeza se refleja en el rostro de todos los familiares con el nacimiento de una mujer. Tal vez es un resabio, una herencia grabada en lo profundo de su psicología y legada de los árabes antiguos que enterraban a sus hijas vivas, apenas sus ojos se abrían a la luz de la existencia, para evitar que la familia y la tribu se mancharan con su deshonra. Pero, aunque anhelan que el ser que se forma en el seno de la mujer sea varón, saben amarlo si es una mujer, también como herencia o recuerdo de la milenaria costumbre de amar a la mujer.
El libanés es inteligente y perspicaz. Su lengua está dotada de gran facilidad para aprender otros idiomas, en poco tiempo.
Ama a la mujer. La quiere no como a un ser débil sino como a un igual. Ambos ejecutan los mismos trabajos. Y ambos son generosos. Exceptuando las ciudades marítimas —las que conocen más viajeros y extraños— en Líbano no existen hoteles. Cada casa es un hogar para quien no lo tiene. Y este sentimiento de ayuda encierra el de privación: la madre y los hijos se abstienen de cualquier costoso manjar para ofrecérselo a sus huéspedes, que pueden vivir al amparo de la hospitalidad por varios días, sin pensar en el mañana.
En el Líbano no existe la mendicidad. Han desaparecido de su escenario los actores de la miseria. Los mendigos no pueden ser vistos en las calles del país. Y ante la vista de los libaneses han desaparecido los rostros hambrientos y los harapos deshechos. Ni angustia de hambre, ni quejido de frío turban la felicidad del país. Y si viene un mendigo de fuera, un hombre de otras regiones que vive de la caridad, es bien recibido como cualquier persona libanesa.
Preguntaron a Restom Baja, ex mutsarrif del Líbano: "¿Qué tal es el Líbano?" Y él respondió: "Si se extinguiera en el Líbano el clero y las cabras sería un paraíso".
Porque a pesar de que el libanés adora su independencia, se ve allí también la eterna esclavitud de los hombres: el pobre es esclavo del rico; el poderoso está sujeto al gobernante y el gobernante es esclavo del sacerdote, que se dice el servidor de Dios en la tierra. ¡Que tedio debe sentir Dios con tales servidores y esclavos!