Informes Especiales

Una familia homo-génea

Una familia homo-génea

La tenencia de niños por parejas homosexuales. Un caso paradigmático. Lea el informe.

Por Tomer Urwicz de Espectador.com

—¡Tata, tata! ¡Quiero tortas fritas!

El niño se hacía oír desde las afueras de una modesta casa en Pérez Castellano. El periodista tocó timbre. Un señor corpulento, pelo largo, caravanita y lentes abrió la puerta. Con él vino un intenso olor a grasa fritada. Entró rápido, controlando las pulsaciones aceleradas de quien ha tenido que dar varias vueltas hasta encontrar el lugar. A simple vista era un hogar convencional. Plantas, un perro, niños gritando y un montón de adornos colocados prolijamente en las paredes. Todo hacía pensar en una típica familia de clase media uruguaya. Salvo por un detalle. Los padres eran del mismo sexo.

Con cada paso que daba los olores iban siendo más inexactos, menos reconocibles. Un poco de fritura, otro tanto de los radiadores y un perfume del Rottweiler que no atinó a levantarse de su cucha. En eso se aproxima una fina fragancia a cigarrillo. Era José Luís, la pareja de Daniel. Un hombre sin ataduras; iba de frente. 56 años, barba a medio recortar, un bigote canoso, dedos redondeados, sello de su ex oficio como tornero; y unos risueños championes deportivos rojos de los cuales dirá un rato más tarde: "¡Los uso porque se me canta!".

Los niños, unos santos. Cada cual se portaba mejor. El primero en darle un beso fue Daniel. Tocayo del padre, o del abuelo. Es que el nene es en realidad el hijo de la hija de Daniel. Fue de los primeros en llegar a la casa, directo del Pereira Rossell. Tenía cinco meses y pesaba poco más de tres kilos. Hoy, tiene cuatro años, una musculatura normal para su edad y una sonrisa contagiosa que despliega cada vez que lo acarician. El pequeño fue el guía por un rato. Mostró su cuarto y presentó a Gonzalo, el menor de los cuatro hermanos. Tiene diez meses y nunca fue amamantado. Fue el último en incorporarse a la casa y el último en levantarse de la cama.

En el otro cuarto, las princesas, como se hacían llamar ellas mismas. Belén, la mayor, tiene cinco años y una autoridad marcada. Lo que ella dice, se hace. Pelo negro, lacio, limpio. Con su ingreso a la habitación se despertó Luna, quien sesteaba en su camita de doble colchón. Saludó con la mano tendida y una mirada entrecerrada que dejaba contemplar sus ojazos azules que se acababan de avivar. No demoró mucho en largar su primera tos perruna. Con casi dos años mantiene una enfermedad crónica en las vías respiratorias producto de la desnutrición en sus primeros días de vida.

La ausente era Florencia. Hija menor de Daniel y madre de las criaturas. Con 25 años tiene seis hijos de los que, según cuenta Daniel, nunca se responsabilizó y hace poco la obligaron a atarse las trompas. "¡Por suerte!", dice su padre con un poco de culpa.

A estos cuatro pequeños ya no los visita.

—Ella se lo pierde. El día de la madre, los mimos, la primera túnica; ¿viste?–, infiere José Luis que aprendió a hacer de esos niños sus hijos.

La pareja no tenía pensado ninguna tenencia de chicos. Se conformaba con comprar una casita afuera que estuviera cerca de la playa, un auto y viajar. Ahora tienen una camioneta acoplada para trasportar a la tropa, un ranchito en el balneario brasileño Hermenegildo y cuatro niños, que por elección, están a su cargo.

La misma independencia en la elección que adoptaron hace 21 años cuando se conocieron en el baile Arco Iris. Una historia que comenzó bajo la oscuridad del boliche y fue iluminándose con cada paso que dieron juntos.

Daniel hacía tres años se había separado de su esposa. Hasta ese entonces llevaba una vida heterosexual y estable. En las noches comenzó a frecuentar centros de la movida gay montevideana. José Luis, en cambio, era un conocedor del paño. Ni bien fichó a Daniel no le quitó la mirada de encima. En silencio, con un fino trabajo, lo siguió desde Controversia hasta el otro boliche. "Y ahí se dio lo que se tiene que dar", contó con las pupilas cristalizadas que dejaban ver la pasión.

Luego, mentiras y más mentiras. Encuentros a escondidas, adultos que jugaban a ser adolescentes, celos. Un armario sirvió de refugio para esconder a Daniel cada vez que el padre de José Luis llegaba al hogar. Un escondite en el que cabía Daniel quien "pesaba 40 kilos menos". Hoy, el ese placard conecta el cuarto matrimonial con el resto de la casa. A decir verdad no se trata de un matrimonio. Ellos son una de las 60 primeras parejas del mismo sexo que tramitó la unión concubinaria. Casi un año después de aprobada la ley (en 2008), en noviembre de 2009, formalizaron su relación.

Salidas, amigos y fantasías. "Si nos gustaba un mismo tipo, lo poníamos entre medio; ¿por qué retraerse?", al tiempo que lo contaron levantaron los hombros como queriendo aplacar una posible pregunta corrosiva. Antes que alguien les vaya a retrucar Daniel confesó: "Muchas veces quisieron destruir el nido; hay gente a la que le molesta vernos bien".

En la computadora que estaba arrinconada contra la heladera desfilaban fotos. Las fiestas de cumpleaños, las tardes de pesca en el arroyito y la "ñoquisada". Una enorme reunión con ñoquis caseros que sirvió como excusa para que los padres del CAIF al que van los chicos conozcan la casa. En realidad las madres, porque los padres se negaron a ir.

Él aceptó ir hasta la casa; eso lo coloca en otro lugar. No lo van a echar. Está seguro que se va a ir cuando quiera, porque ellos quieren hablar. Se nota cuando se interrumpen entre sí, cruzando dos discursos sin que haga falta, complementándose sin que haya nada que agregar.

Los pequeños, uno a uno, se arriman al living. Se acercan y se van. En su mundo, pero exigiendo atención.

—Un psiquiatra amigo nos dijo que lo que más necesitan estos chicos es cariño—, comenta Daniel mientras masajea la cabeza de Belén, quien está sentada a caballito sobre sus piernas.

Por más círculos que se dibujen con el dedo en la cabeza la ausencia de la madre está presente. Se nota en las preguntas sin respuestas de "¿dónde está mamá?".

La doctora Laura Viola, grado 5 en psiquiatría infantil, explicó: "Hay muchas situaciones frente a las que el niño está expuesto a un escenario donde el desarrollo no va a ser el adecuado. Niños que fueron testigos de violencia doméstica, sí van a tener una alteración en su desarrollo; en el caso de familias homoparentales no se puede contestar".

Pero la mamá no está. José Luis se pasa el día encerrado, cocinando, planchando, jugando. Daniel se escapa a su trabajo en el Palacio Legislativo. Se va y vuelve. Cada tanto lleva algo rico para el postre. La condición es clara: los niños tienen que portarse bien.

Es que ahora el centro de la vida son las criaturas. Poco de salidas y menos que menos reuniones hasta tarde. Con los compañeros homosexuales se ven poco y nada. No tienen banderas multicolores colgando en ninguna parte. Sólo hay dos banderas del Partido Socialista que tapan unas goteras del techo.

Pero ellos no se embanderan. No están para ninguna reivindicación. "No hace falta", dice Daniel. Marcha del orgullo gay; ni por asomo. Aspavientos en la calle, "mariconeadas", propuestas indecentes; para qué. Es la sobriedad del que no precisa que le digan que tiene razón.

Tampoco tienen ansiedad porque se apruebe una ley de matrimonio entre homosexuales como en Argentina. El primer país de América Latina en permitir el casamiento entre personas del mismo sexo parece ser un ejemplo para muchos países. No para José Luis y Daniel. "Un Estado democrático debe garantizarle a sus ciudadanos la igualdad de derechos sin tener que reclamarlos".

Y así están: esperando que sean los legisladores los que hagan algo. Aunque para alguno de sus representantes los cambios son asunto de las ONGs. "Nos parece importante que sean los colectivos respectivos los que propongan una ley y los legisladores la firmen para que pueda ser considerada. La iniciativa debe ser a nivel de las organizaciones sociales", dijo la senadora socialista Mónica Xavier, calma, despreocupada.

A pesar de las 18, 24 o 37 plantas que tienen en el comedor, donde ahora José Luis ralla una manzana que Gonzalo se comerá en forma de puré un rato más tarde, el ambiente es asfixiante. El olor tentador de las tortas fritas del principio se empieza a mezclar de a poco con el olor a perro. En la calle la sensación térmica roza los cero grados. Adentro es un horno. Quieren mantener una atmósfera propicia para que los niños se revolteen por los pisos sin problemas. Para que estén saludables.

Salvo por el catarro de Luna, parecen chicos sanos. Sin secuelas. Intenta pinchar disimuladamente en el asunto. Está presionado a ser preciso con sus palabras. Borra términos como "normal" o "enfermedad". Esas expresiones que salen naturalmente en una charla porque están instaladas. Porque la discriminación está, sin que se la mencione. La Organización Mundial de la Salud quitó a la homosexualidad de su lista de enfermedades mentales recién en 1990. Veinte años no es nada. Y se nota.

Los prejuicios sociales les pesan. Lo demuestran cuando hablan del miedo a que sus "hijos" sean discriminados. Saben que el problema no es de ellos; pero existe. La doctora Natalia Trenchi señaló: "Si un niño es adoptado y discriminado no hay que atacar la adopción sino la discriminación. En otras palabras, si la adopción homosexual genera doble discriminación no hay que prohibir la adopción sino combatir la discriminación".

José Luis y Daniel lo tienen claro. El concepto lo reforzó Bruno Ferreira, director del Centro de Estudios de Género y Diversidad Sexual, quien dijo: "Si sos negro, ¿no vas a tener hijos por miedo a que sean discriminados? Si tu hijo usa lentes, ¿lo dejás de mandar a la escuela?"

Para la pareja desde la política nacen gran parte de esas ofuscaciones psicosociales. Sin explicitarlo les molesta la frase del nacionalista Francisco Gallinal, esa que dijo cuando se aprobó la extensión de la adopción a parejas homosexuales: "El ambiente condiciona. Mis hijos tienen un 99,9% de posibilidades de ser blancos. Y yo no les digo nada, pero me ven. ¿Tienen otras opciones? Y... más o menos".

Ellos no quieren que sus niños sean gays. "Tuvimos que pasar cosas muy duras, ¿para qué hacerlos sufrir?".  La pareja perdió el contacto con sus familias en varios momentos de la vida. Pero no perdió la fe.
 
Cobijada tras unos decorados traídos de Bahía hay una estampita. De esas que ofrecen en los ómnibus. Una cruz, la imagen de una virgen, fondo celeste luminoso y un mensaje de paz. Creen en dios, pero no en los curas. "Aceptar la adopción de niños por parejas homosexuales es ir contra la misma naturaleza humana, y consiguientemente es ir contra los derechos fundamentales del ser humano en cuanto persona", había dicho Cotuño en 2009.

La tele está prendida –en silencio– y un canal brasilero no ha parado de mostrar situaciones extremas filmadas con cámaras policiales. El murmullo constante de voces infantiles opaca de a ratos el vozarrón de Daniel y el timbre más estridente de José Luis.

—¡Agarralo! ¡Dale!— le grita Daniel chico a Daniel grande cuando tira un avioncito de papel que planea hasta estrecharse contra la pared. Belén colorea unas hojas ralladas, sentada en una sillita baja. Gonzalo come y se ríe. Luna salta en una pata. ¿Estos niños pueden tener algún problema por vivir con José Luis y Daniel?

Para la psiquiatra Viola no hay una única verdad: "A nivel internacional hay dos bibliotecas: no hay una demostración clara que afirme que los niños criados por parejas homosexuales tengan mayor índice de patologías que en otros casos". Aún así el paradigma de la familia ideal sigue vigente.

Papá, mamá, dos niños y el perro. Ese absoluto está instalado y cuando no se cumple se busca la manera de suplir al faltante. José Luis y Daniel repiten que entre ellos no hay roles definidos; "ni en la cama". Pero existen. Siempre está el que lleva los niños a la escuela, el que convive con ellos durante el día, el que fija los límites.

José Luis aprovecha que los Danieles se van unos minutos al cuarto, a buscar no sé qué, y confiesa: "Me fui tres días a Hermenegildo y el nene cayó en cama. Me necesitan. Y yo también".

Una mesa los separa. A un lado está José Luis, reflexivo, abierto. Al otro, el periodista; compenetrado, entusiasmado, agitado. Respira profundo, inhala, exhala. Mira su libreta de apuntes. Toma coraje y dice:

—¿Sentís que los gurises te pertenecen?
—A veces siento que no.
—¿Por qué?
—Me hubiese gustado tener hijos biológicos. Ya es tarde. No da el cuero.

Un silencio. Un profundo y conmovedor silencio llena el espacio sin palabras. Por suerte, o por desgracia, el llanto de Luna lo saca del aprieto.

Belén le quitó la lapicera y la pequeña está frustrada. Daniel corre, la levanta en brazos, la mima, la besa. José Luis le explica bajito a la más grande que deben compartir. Lo hace con un tono suave, amigable, comprador.

No parecen llevarse mal. La relación aparenta ser la habitual entre hermanos, con un poco de peleas y celos. Cada uno ocupa su lugar y lo defiende. En el rato que lleva en la casa la mayor discordia fue decidir qué dvd se miraría en la noche, cuando José Luis y Daniel salieran a pasear y la madrina postiza venga a cuidarlos. Ganó Dora la Exploradora.

La pareja casi nunca sale. Cambiaron su rutina. Alguna que otra vez Daniel se va al boliche Ibiza porque lo "divierte mucho". Otras, ponen música en la casa y bailan los seis. En la madrugada, mientras los niños descansan, aprovechan para pensar en ellos. Qué quieren. Qué no.

Lo que más desean es que los niños sean felices. Que los quieran. "Y que sepan que existo", dice José Luis al que se le nota cierto temor. Legalmente si algo le ocurre a Daniel, él queda con la tenencia por la unión concubinaria. No tramitaron la tenencia compartida como la pareja de Maldonado que la concretó en julio de 2010. Tampoco pretenden adoptar, "es muy engorroso".

Lo complejo no es sólo a nivel económico, también existen dificultades en el plano de la opinión pública. Equipos Mori publicó en 2009 una encuesta sobre la adopción de niños por parejas homosexuales. El 39% de los encuestados estaba de acuerdo. El 53% en desacuerdo. El restante 8% no coincidía con ninguno de los dos polos.

En cambio Daniel está más seguro de su relación con las criaturas: "Mentirles a los pibes, nunca. Después que hagan su balance. Todos pasamos facturas a nuestros viejos".

Miro bien a los cuatro y no les falta nada. Tiene un montón de muñecos que los vecinos y amigos les regalaron. "Esto es un lujo", había dicho la asistente social del INAU la última vez que pisó la casa. Tienen todo. Hasta una vecina cruza cada vez que los chicos están enfermos. Es la consejera.

Lo que no conocen es quién es su madre y su padre. Son de distintos papás, a los que nunca vieron. "Están en la merca", menciona José Luis.

Se hace tarde. Antes de irse una última parada: conocer el cuarto matrimonial.

Hay una colchón de dos plazas, acolchado verde agua, está el armario de aquellos primeros días, una mesita de luz a cada lado de la cama, pocos adornos y menos libros. Luego Daniel muestra un hueco que antes era la puerta de entrada de la casa.

Hay un reloj. Pero no marca el tiempo que le queda a la familia. Ni todo el tiempo que ha pasado desde la primera vez que la pareja se conoció. Es sólo un reloj viejo.

Una mañana de sábado cualquiera, cuando el fin de semana caiga como una bendición, Belén, Luna, Gonzalo, Daniel hijo, Daniel tata y José Luis jugarán en la cama, los seis.

Como si fuera un forzudo, el pequeño Daniel saltará sobre los hombros de sus mayores, Belén gritará sabiendo que es el momento para que nadie le diga nada, Luna pedirá que a la tarde la lleven hasta el Parque Rodó, y así todos aprovecharán las bondades de la mañana para conseguir lo que quieren. Daniel y José Luis se mirarán con ojos cómplices y terminarán accediendo. Como pasa en cualquier familia.

Fotos: Federico Viñas