El decenio perdido de Sudáfrica
San Valentín le hizo un regalo a Sudáfrica en la última hora de este 14 de febrero, según Claus Stäcker: intransigente hasta el final, el presidente Jacob Zuma cedió ante la presión de su partido y anunció su dimisión.
De Zuma se ha dicho y se ha escrito todo lo necesario. Él fue un error. Deja tras de si un Estado hecho añicos: instituciones tan ineficientes como corrompidas, una economía marchita, una deuda externa sin precedentes, un sistema educativo en ruinas, un sistema sanitario disfuncional y un liderazgo incompetente a todo nivel.
Zuma encarna una década perdida para Sudáfrica, un país que, en 1994, bajo la presidencia de Nelson Mandela, daba la impresión de haber entrado en una nueva era. Por un breve instante, Zuma convenció a la mayoría de sus compatriotas de que él era lo contrario de su predecesor, el doctrinario e inaccesible Thabo Mbeki. Es decir, un político atento al clamor de las masas, cuya crianza en el interior del país, sin educación ni comodidades, le permitía representar simbólicamente a los excluidos. Un hombre cuya debilidad por los bailes tradicionales, los trajes típicos, las canciones de guerra y la poligamia lo conectó, visceralmente, con los rezagados.
El CNA y el populismo de Zuma
También el Congreso Nacional Africano (CNA), cuyo compromiso con el progreso es apoyado internacionalmente, cayó bajo su hechizo y se mostró incapaz de detener la marcha populista de Zuma. El partido subestimó su ingenio y terminó siendo absorbido completamente en cuestión de pocos años.
Y eso lo logró un político que no personificaba nada, salvo la falta de escrúpulos a la hora de aferrarse al poder o el enriquecimiento de sus parientes y allegados más leales. Zuma empleó con sangre fría el arsenal que le quedó de los tiempos de la resistencia: como organizador del servicio secreto, él había recopilado exhaustivamente todo tipo de información sobre amigos y enemigos; más tarde, cuando tomó el control de las agencias de inteligencia y de las autoridades a cargo de investigaciones importantes, Zuma tenía datos susceptibles de ser instrumentalizados contra casi cualquier sudafricano y no dudó en hacerlo contra sus adversarios. Aunque no consiguió apoderarse de la Justicia y de la prensa, su gente acapara muchos cargos en el sector público.
La tarea titánica de Rampahosa
Esto deja entrever el tamaño del desafío que ahora debe enfrentar Cyril Ramaphosa. Sudáfrica pasó de ser considerada la locomotora económica, la gran esperanza de África, a no ser tomada en serio por sus vecinos. Encasillada en su papel de "caso especial" la historia del apartheid no parece tener fin, presa de los eternos radicalismos blancos y negros, carente de una política exterior clara la suya es más bien impredecible, no extraña que los inversionistas se hayan asentado en otros lugares. Las grandes empresas sudafricanas se convirtieron en multinacionales y sacaron su dinero del país hace mucho tiempo.
Ramaphosa guarda un silencio sospechoso por estos días; no ha hecho apariciones televisadas enérgicas hasta ahora. No ha soltado gritos triunfales en público. Nada de burlas maliciosas ni de gestos arrogantes.
Eso se debe, muy probablemente, a que sabe lo que le espera. Él conoce las dimensiones del daño causado por Zuma. La oposición está demandando comicios adelantados con toda razón y cabe suponer que esas elecciones no le convendrían a Ramaphosa. Él quiere mostrar lo que es capaz de hacer y mejorar su posición de partida de aquí a 2019, año en que los sudafricanos deben ir a las urnas. Ramaphosa quiere evitar la división del CNA, reformar el partido y ganar con él las elecciones.
Compromiso con los seguidores de Zuma
Para alcanzar esa meta, Ramaphosa deberá adquirir compromisos y hacer concesiones de cara a los seguidores de Zuma, y eso podrían echárselo en cara otros electores. Sus simpatizantes esperan que Ramaphosa haga limpieza, que restaure la confianza en la Constitución y en las instituciones del Estado que obligue a Zuma y a los suyos a rendir cuentas ante la Justicia, y que lleve a los servidores públicos a comportarse como tales, trabajando para el Estado, no para sí mismos. Sólo si el liderazgo de Ramaphosa da pie a la reconciliación colectiva con esos pilares de la democracia se podrá decir que el último decenio no se perdió por completo.
No obstante, Ramaphosa, quien sin duda trae consigo competencias sobresalientes, enfrentará una dura prueba. Y es que el industrial multimillonario de 65 años no representa a los ciudadanos de a pie, sino a la élite triunfante y a la vieja guardia que, aunque liberó al país del Apartheid, no recibe mucho crédito de la juventud. El espectacular auge de la formación populista de izquierda Luchadores por la Libertad Económica (EFF) fundada en 2013 por Julius Malema, exjefe de las Juventudes del CNA demuestra que el partido de Mandela ha perdido prácticamente los nexos que le quedaban con las nuevas generaciones.
El conflicto generacional africano
Sudáfrica comparte su conflicto generacional con el resto de los países africanos. La confianza en los veteranos mengua con cada fracaso, con cada promesa incumplida. Seguramente, el gabinete de Ramaphosa será más competente que el de Zuma. Sin embargo, el nuevo presidente será medido sin piedad por los resultados de su gestión: crecimiento económico en lugar de clientelismo político, empleos en lugar de palabras huecas, perspectivas en lugar de consignas. En 2019, cuando tengan lugar las elecciones regulares, el Congreso Nacional Africano reformado por Ramaphosa recibirá su primera evalucación.DW
Claus Stäcker (ERC-ERS)