Cuando ya nada importa nada
Fue un fin de semana de sentimientos encontrados. Las imágenes que llegaban desde Brasil nos convirtieron en testigos de un hecho histórico: el ingreso de Luis Inacio Lula Da Silva en prisión.
Lo más inmediato que recuerdo de tanta magnitud fue el atentado contra las Torres Gemelas el 11 de setiembre del 2001. Mientras veíamos a los aviones estrellarse percibíamos que desde ese día el mundo sería otro. Y efectivamente lo fue.
La cercanía de los acontecimientos brasileños todavía no nos permiten ver cómo será Brasil de aquí en más. Pero sin ninguna duda será diferente. Así Lula obtenga la libertad en poco tiempo.
Como sea, ver por un lado a mucha gente llorando o bloqueando las salidas para evitar que su líder se entregara y por otro a gente destapando champagne o tirando fuegos de artificio al paso de la caravana que lo trasladaba al aeropuerto, evidenció la división que vive ese pueblo.
Es innegable que Lula recoge el apoyo y cariño de los más pobres y el odio de los más ricos.
Pero me quiero detener en cómo se procesó el debate en Uruguay.
Y lo primero que surge es preocupación, mucha preocupación. Porque si por Lula la discusión alcanzó tal virulencia, no quiero imaginar lo que puede ocurrir cuando tengamos que discutir lo que verdaderamente duele en nuestro país.
Este fin de semana se perdieron todos los límites. Por ejemplo personas que recurrían a aspectos de la vida privada de otras para descalificarlas o adjudicando posiciones extremas, solo porque no condicen con las propias. Todo sirvió para defender o denostar al líder caído.
¿A quién le interesa la verdad? Porque la verdad no está solo en el expediente del juez Sergio Moro, ratificado en dos instancias por la mayoría del Tribunal Federal, sino y también en la mayor red de corrupción instalada en Brasil durante los tres gobiernos del PT. Tan grande esa red que ya se llevó puestos a 10 ex presidentes de América Latina.
Brasil, Colombia, Perú, Argentina, México, Ecuador, Panamá, Venezuela y República Dominicana son los principales países sacudidos por el caso de la constructora brasileña Odebrecht que en pocos meses se reveló como un auténtica máquina de sobornos internacionales.
Entonces deberíamos pensar que si nunca se enteró que ocurría eso, es un incompetente.
¿Cuánta corrupción está dispuesta a aceptar la sociedad para que un proyecto político triunfe? Porque del debate surge que mucha gente considera que así funciona el sistema político en Brasil y por lo tanto son las reglas del juego.
Hay quienes consideran a la corrupción como una anécdota en ese proceso y quienes creen que la lucha anticorrupción es moralina barata.
Cierto es que la corrupción brasilera no se descubre ahora pero también que la corrupción siempre afecta a los más pobres; que las instituciones y las leyes son parte de los acuerdos sociales para que un país funcione y que el rumbo que se pretende siempre es objeto de debate.
Ahora parece que a muchos el caso Lula les demostró que la democracia participativa ya no sirve; que la justicia es un mito y que el parlamento es una cueva de bandidos que están allí solo para favorecerse. Y que además hubo una conspiración internacional contra el ex presidente.
Denostar a las instituciones es el camino que lleva al totalitarismo, si al mismo tiempo no se tienen acciones concretas para convencer a los ciudadanos de que hay que cambiarlas.
Pero suponiendo que todo eso fuera verdad ¿justifica que el PT tenga a decenas de sus dirigentes presos por corruptos? ¿o que estén presos varios ministros de Lula?
¿Justifica que una organización que se presentaba como la renovación del sistema recurriera a algunos de sus adversarios ideológicos para cargos fundamentales como Economía o Industria?
¿Justifica que se sobornara a legisladores para lograr la aprobación de leyes? ¿No debió el tipo más votado en toda la historia brasileña denunciar esa práctica ante su pueblo y ante la justicia?
El sábado Lula dijo: "yo no soy un ser humano, soy una idea". La expresión más gráfica del mesianismo en que han incurrido varios líderes de la izquierda latinoamericana que, curiosamente, llegaron a esos lugares en función de diferentes organizaciones, sean políticas o sindicales.
Cuando llegamos al nivel religioso, donde ya no importa si es verdad o mentira sino que todo se remite a creer, cualquier cosa será posible. Porque ¿cómo se discute con dios?
Que Brasil es un país complejo, múltiple y religioso no cabe ninguna duda. Y que lo religioso tiene una influencia significativa, tampoco.
Pero el niño pobre nacido en el seno de una humilde familia pernambucana ; luego líder sindical del poderoso sindicato metalúrgico de San Pablo, fundador del Partido de los Trabajadores y luego presidente más votado dos veces, no es un dios. Si es un hombre, luchador, que una vez tuvo ideas y que el transcurso de su batalla fue mediatizando. Un hombre con sus claros y oscuros.
Aquí, el gobierno uruguayo, por la voz del Canciller, afirmó que no le correspondía opinar sobre decisiones de la justicia de otro país. Pero en discordia tanto la vicepresidenta Lucia Topolansky, como el ministro del Interior Eduardo Bonomi, hicieron caso omiso y se despacharon con sus cuestionamientos.
Y otra vez la pregunta ¿quién manda?
Hay mucha gente a la que no le importan los medios para llegar a sus fines.
Ya lo vivimos a derecha e izquierda.
Yo creo en la política como medio para cambiar realidades, en la organización, en los partidos políticos; sé que la democracia que tenemos es una porquería, pero es la mejor porquería que tenemos; sé que hay una justicia para pobres y otra para ricos.
Pero también sé que únicamente la acción política y organizada de la sociedad podrá cambiar esta realidad. Los mesianismos a izquierda y derecha sólo han sido instrumentos para tragedias.
La semana pasada el escritor y cineasta Luis Nieto decía: "La sociedad uruguaya está dividida, cada parte empieza a odiar a la otra".
Eso vimos este fin de semana. El odio para defender o atacar una idea.
Como esa situación ya la vivimos, solo advierto: es el peor de los caminos. Esto sigue con muertos.