La Mañana de El Espectador

Una mirada al mundo: Venezuela

Una mirada al mundo: Venezuela

El investigador en Historia John Moor se refirió en la Mañana de El Espectador a la situación política y social en Venezuela.

Venezuela es quizás el ejemplo paradigmático de la crónica de fracasos recurrentes que es esta fallida América Latina, y que eleva la pregunta de por qué se tiende a caer en estos destinos trágicos, una y otra vez, en un continente que ha sido bendecido por la naturaleza en recursos materiales, pero que sin embargo ha sido maldecida por el comportamiento humano en la conducción política de su destino.

El caso venezolano es igualmente didáctico para todo el continente. Posee en sus orígenes y naturaleza un poder aleccionador para quien quiera atenderlo. Porqué además de lo inmediato, su naturaleza como fenómeno histórico y su esencia política, económica y social con todas sus implicancias, es también parte de lo que los hechos presentes nos transmiten en un segundo nivel detrás del impacto noticioso. Surgen como señales de cautela y, derechamente, de abierta advertencia a lo que aún yace en restos de solidez institucional en el colectivo republicano de América Latina.

Venezuela fue bendecida por un abanico de recursos naturales, cuya cantidad y variedad lo acercan a una condición de milagro o de una aberración probabilística. De todas las bondades geológicas, el petróleo fue el portador de las mejores noticias y el responsable de las abundantes bonanzas, que se sucedieron al ritmo de los vaivenes geopolíticos y económicos del siglo XX. Pero también, fue el heraldo maldito de aquella peste negra que castiga a la propia abundancia fácil.

Cuando el 14 de diciembre de 1922 reventó el Barroso II, el primer pozo de petróleo que entró en operación, de sus profundidades, y cuales males surgidos de la Caja de Pandora, dicha peste comenzó a propagarse en sus tramposas versiones de fortuna y prosperidad. Venezuela entró así en el conjunto de intereses de las potencias petroleras y en particular de los Estados Unidos. Pero también entró al radar geopolítico de importancia estratégica para dichas potencias, y en particular de la zona de influencia de los Estados Unidos. A partir de esa fecha, el país comenzaba a vivir de lo que el petróleo regalaba como un maná, y también como una condena.

Mientras hoy el foco noticioso está puesto, razonablemente, en la actual coyuntura en torno a Maduro y a su posible desenlace, debe tenerse en cuenta que ni Maduro, ni Hugo Chávez ni Padrino, ni Diosdado Cabello o el entorno y los elementos que componen al régimen, pertenecen a una raza extraterrestre que aterrizó en Venezuela para invadirla y conquistarla. Ciertamente no. Ni el chavismo ni Nicolás Maduro surgen de la nada. Son la progenie de ese siglo político que lo antecede y sólo explican una parte de la historia. Chávez antes y Maduro ahora son el final de la crónica de un fracaso anunciado.

A lo largo del siglo XX, Venezuela siguió siendo una nación del manual de política básica latinoamericana: gobiernos democráticos más o menos caudillistas, alternándose con golpes de estado y dictaduras. Y es esa historia política y económica del siglo pasado pero que es contemporánea por sus efectos e influencias en la actualidad, la que ayuda a explicar al chavismo, y la que configura los factores y condiciones que permiten gestarlo.

A partir de 1958, tras la caída de la última dictadura venezolana del siglo pasado, la de Marcos Pérez Jiménez, se abre en Venezuela un periodo de gobiernos democráticos, basados en un bipartidismo compuesto por el Copei, de extracción demócrata cristiana y de Acción Democrática, de filiación social demócrata, al estilo de la social democracia europea. Esta era democrática durará casi cuarenta años, hasta 1998, con la alternancia de ambos partidos en el gobierno. Su duración y características nos dicen mucho en cuanto a periodos democráticos que siguen a largas dictaduras.

Latinoamérica pareciera estar condenada a repetir un patrón inquietante: un ciclo post dictadura que despunta con euforia y grandes esperanzas, de promesas de evitar "los errores del pasado" que llevaron a las dictaduras en primer lugar al poder, de correctivos aplicados para generar condiciones de mejora y crecimiento en materia económica y social; de alternancias de gobiernos sobre un sistema democrático, ya supuestamente maduro y aleccionado por esos errores y sus terribles consecuencias; de una apertura al mundo y a la integración del concierto de naciones democráticas. Y hoy, a casi treinta años de haber dejado atrás ese periodo funesto de inestabilidad crónica, en Venezuela –y también en Nicaragua- vemos nuevamente el regreso del pasado.

En lo que parecía entonces el inicio de un largo círculo virtuoso, fue, inexorablemente derivando en un escenario peligrosamente ya familiar: la caída al pantano de los vicios que se van enquistando al interior del sistema político, del Estado y de sus instituciones. La gradual inoperancia para cumplir con las grandes promesas del "nunca más" en materia de malas prácticas y desaciertos en política económica.

Pero, muy especialmente, en la creciente corrupción que, de pequeñas prebendas y faltas, se va convirtiendo, para citar a Octavio Paz, en ese nuevo ogro estatal, más demagógico y corrupto que eficientemente filantrópico. El quiebre al interior de estos periodos democráticos post-dictaduras, ocurre gradualmente. Transcurre con el fracaso de lo prometido, con las consecuencias de los desaciertos de los sucesivos partidos gobernantes, y de las incapacidades de sus opositores en construir alternativas superiores, amén de caer en la continuidad y perpetuidad cómplice de esa degeneración que, como una metástasis, se fomenta y expande, desde el sistema político y a lo largo de todo el Estado, a todas sus instituciones y finalmente contaminando a diversos sectores de la sociedad.

Eso ocurre hoy en Venezuela. Comenzó en 1958 con un bipartidismo que, en lugar de seguir aquella idea que tan firmemente predicaba el gran pensador venezolano, Arturo Uslar Pietri, que Venezuela debía "sembrar su petróleo", lamentablemente se llevó a cabo lo opuesto. El bipartidismo, lejos de aplicar lo que tan sabiamente hace hoy el Estado noruego con sus ingresos petroleros, el aplicar una rigurosa e inviolable política de ahorro como salvaguarda de esos grandes recursos, el bipartidismo se dedicó a dilapidarlos mediante un ciclópeo y voraz aparato burocrático al interior del Estado, pero también en vidriosos vericuetos paraestatales, serviles a los gobiernos de turno.

El auge petrolero venezolano acompañó a este periodo bipartidista, le aportó

de enormes ingresos, y cuyo pináculo tuvo lugar de 1974 a 1979, durante el primer gobierno de Carlos Andrés Pérez. Durante ese periodo, el barril del petróleo creció casi exponencialmente, impulsado por una tensión crónica que se vivía en Medio Oriente, y por el derrocamiento del Shah Mohamed Reza Pahlevi en Irán, un gran productor de petróleo. Igualmente, la OPEP, el cártel de países productores de petróleo y que integraba Venezuela, poseía un poder de presión y coerción en el manejo de los precios, del que hoy carece.

Como todo auge económico mal aprovechado, las primeras señales de su final

se manifiestan a partir del llamado "viernes negro" de febrero de 1983, cuando el bolívar, la moneda venezolana, pierde esa relativa paridad que tenía de cuatro bolívares por dólar, e ingresa en la espiral devaluatoria que provocará un incremento del déficit fiscal, desatará una hiperinflación, provocando la pérdida del poder adquisitivo de los venezolanos de clase media y los de ingresos más bajos. Este será uno de los primeros clavos que se colocarán en el ataúd del bipartidismo.

El gradual deterioro económico y social, alimentó a un creciente descontento

social que se expresará en el llamado "caracazo" de 1989, un episodio de violentas protestas callejeras, prácticamente idénticas a las que hoy ocurren en Venezuela, en contra de la situación bajo el segundo gobierno de Carlos Andrés Pérez y quien, ante acusaciones de corrupción y por el manejo represivo de las protestas, debió renunciar a su mandato.

El chavismo emergió como una cruzada mesiánica y salvadora: rescatar a Venezuela de la corrupción del sistema político, de la pobreza de su población y cambiar una narrativa, la de una fallida democracia bipartidista, a la reiteración, versión siglo XXI del viejo caudillismo latinoamericano.

En el terreno de las grandes paradojas del chavismo inicial, de sus misteriosas contradicciones, de sus aciertos y fracasos, de promesas y de engaños, de fortalezas y debilidades, el ingreso de Chávez al sistema político por la puerta grande es, a la misma vez, el aprovechamiento de un recurso democrático básico, el sufragio, pero también, el de un acto de magia para seducir y atraer la confianza de la población, de que al menos, el instrumento del voto, sería mantenido para el ejercicio ciudadano.

Otros dos recursos esenciales del régimen y que formaron su cableado y la

materia que lo conecta e impulsa son, en primer lugar, el poderosamente simbólico, mediante el uso de Simón Bolívar, el prócer venezolano, como un estandarte unificador, integrador de la sociedad y como un fundamento profundamente nacionalista con el que se identificará el régimen.

El segundo componente es el de recurrir como fuente material e inspiradora a un socialismo cubano como su guía y fundamento político y social. Desde esta construcción material, filosófica y simbólica, el proyecto chavista se propuso atender, en sus inicios, a las graves carencias que grandes sectores de la sociedad venezolana padecían, como producto de la ineptitud del bipartidismo.

Hugo Chávez pareció no solamente ignorar ese pasado que tanto denostaba, sino que duplicó la apuesta en cuanto al uso y abuso del petróleo para financiar sus grandes planes sociales, pero también para regar de petrodólares a diversos agentes del sistema que lo apoyaban, en particular a las Fuerzas Armadas, a modo quizás de aquellos comerciantes de Chicago que, en la Ley Seca, pagaban a la mafia una regalía a cambio de protección.

Aquí, el petróleo compró y mantuvo lealtades que se fueron anestesiando en el

cómodo sueño de la complacencia del poder. Y la reiteración, a una escala aun mayor, del despilfarro de recursos en lo que terminó siendo de la demagogia, su modus vivendi político.

Cuando el precio del barril, subido en la cresta de la ola del reciente y ya

fenecido boom de materias primas, sufre de la misma suerte que la soja rioplatense, con caídas en consumo y precio, PDVSA, la empresa estatal venezolana y caja recaudadora que financiaba la fiesta popular chavista, verá mermar sus recursos significativamente, mientras que las arcas fiscales y las reservas van sufriendo de los efectos de la gravedad, ahora en caída casi libre.

Con una Venezuela empobrecida, sin un aparato productivo alternativo y complementario, auxiliar al petróleo como sostén económico, y con su líder fallecido, la continuidad del régimen de Maduro se convierte en el funeral del chavismo y de su propio poder, acorralado ahora detrás de un golpe de estado y de la incapacidad propia de quien pasó de conducir autobuses, pero rodeado de una verdadera organización delincuencial que combina prácticas de vaciamiento del Estado con el contrabando y el narcotráfico.

Lo que realmente provoca temor es que ocurre en un país de grandes dimensiones demográficas y geográficas, con un gran segmento de su sociedad educada y con una cultura democrática que sin embargo se fue devaluando en el primer fracaso del bipartidismo, para hundirse finalmente en la catástrofe que es ahora el régimen de Maduro.

Tres son los que se destacan como posibles en el actual contexto, asumiendo la caída de Maduro y del régimen y basados en lo que la Historia nos aporta como experiencias previas: el primero es el de un llamado a elecciones, sobre las ruinas aún calientes del sistema actual, y la formación de un gobierno resultante, constituido por los partidos que hoy integran la Asamblea Nacional, presidida ahora por Juan Guaidó pero una verdadera colcha de retazos de partidos y grupos de ideologías y extracciones muy diversas y hasta antagónicas entre sí.

En la propia historia de Venezuela también existe un antecedente de acuerdo político, el llamado "Pacto de Punto Fijo" suscrito tras la caída de la dictadura en 1958 entre el Copei, Acción Democrática y un tercer partido la Unión Democrática Republicana, que facilitó la transición a la democracia y aportó las garantías para alcanzar la gobernabilidad. Quizás el espíritu de ese pacto anime eventualmente a los partidos integrantes de la Asamblea a buscar un gran acuerdo que igualmente abra el camino para la paz y la seguridad institucional. Pero, a diferencia del caso de Chile en 1990, la MUD enfrenta un enorme y muy complejo desafío.

Lo fundamental en todos estos escenarios y en todos sus posibles desenlaces,

será el papel que jueguen las fuerzas armadas, cuyas decisiones y comportamiento serán determinantes, tanto a favor o en contra de cualquiera de ellos.

Igualmente, la recuperación económica y la estabilidad institucional serían ante

todo el "mantra" de los agentes políticos y sociales que terminen reemplazando al régimen como los principales e inmediatos objetivos a lograr en forma inmediata tras su por ahora, hipotético final.

En estas horas hay encendida en el panel de vuelo de las naciones latinoamericanas una luz de alerta roja. Esta pareciera advertir acerca del peligro de caer en la trampa de falsas y efímeras bonanzas económicas y de convertirlas en una caja de recursos al servicio de las ideologías de turno, de partidos gobernantes que usurpan y expolian al Estado, mientras siembran de corrupción a todo el aparato estatal, a sus instituciones y a toda la sociedad. En Venezuela, el deterioro económico, el descontento social, y la implosión del bipartidismo, por corrupto, inepto y complaciente, dio lugar a la situación que hoy padece.

Este fenómeno de descrédito de la política que ya se dio en Brasil igualmente, puede ocurrir hoy en cualquier otra nación latinoamericana. Ninguna está a salvo. Ninguna. Ni siquiera el Uruguay.

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