A propósito (o a pretexto) de Ruben Cotelo
Por Pablo Rocca
Figura en el programa de esta jornada de calor bochornoso que hablaré sobre "Ruben Cotelo y su generación". Se me ha dicho también que por comprensibles razones no puedo exceder los 15 minutos. Como entiendo que no podría más que hacer un simple (o un simplón) esquema de un tan complejo y rico vínculo como el que trama eso que se denomina "generación del 45" en Uruguay con uno de sus primeros jueces, quizás partícipes, sin desmedro de recordar el punto para el que fui convocado, proponer algunas mínimas reflexiones a propósito o, mejor, a pretexto de Cotelo y la posibilidad del rescate de su aporte hoy.
Diré lo obvio: desde hace mucho entraron en crisis los presupuestos básicos que hicieron posible el mundo en el que Cotelo se formó y en el que -a escala local- llegó a incidir, el tiempo que corresponde a los años cincuenta y sesenta, ya que Cotelo, como sabemos, nació en Montevideo en 1930. Pero no sólo el mundo bipolar o el de la guerra fría, como prefiera llamárselo, ni el país próspero y liberal que se precipitó por la pendiente de la ruina y del enfrentamiento crudo, y finalmente por el autoritarismo más brutal. Me refiero, además, a la transformación radical que el mundo que llamamos globalizado y la tecnología electrónica empujó hacia un margen insignificante el papel director del intelectual en la sociedad, en la "ciudad letrada", para decirlo con el paradigma de Ángel Rama. Ese último mundo que Cotelo llegó a conocer pero que a pesar de una pasajera incursión radial no llegó a conquistar en todos sus potenciales ni debatió en sus escritos, ese mundo, nuestro mundo, arrinconó aun más a la literatura, que hasta los años sesenta se veía como la mejor herramienta dentro de la galaxia letrada para entender, organizar y hasta transformar las cosas. Hoy, incluso, la discusión latinoamericana sobre las teorías literarias y culturales pasa por los problemas del sujeto, la autobiografía, el inestable estatuto de la ficción, el lugar del otro, la cuestión de género, la tensión entre las culturas "alta" y popular. Horizontes estos en los que Cotelo no tuvo tiempo de incursionar, aunque -conviene adelantarlo- en algunos de estos rubros podría postularse que, desde cierto punto de vista, vino a convertirse en uno de los pocos semipioneros locales.
Cotelo se formó en el predominante universo de la cultura letrada y, a la vez, en el más heterodoxo magma de la cultura popular. No sólo en las lecturas juveniles de la prensa montevideana de izquierda, sino en el cine del barrio, según nos lo confesó en una entrevista de 1991, recogida en el libro El 45 (Entrevistas/Testimonios) (Montevideo, Banda Oriental, 2004). Como si fuera simultánea metonimia y parábola de estas formaciones múltiples que sus coetáneos no solían ostentar -o que si las tenían, hacían todo lo posible por disimularlas-, el primer texto de Cotelo es una nota sobre el cine de Hollywood, publicada en Marcha; por lo menos es el primer texto maduro de Cotelo que tengo registrado. A este acercamiento excéntrico de las líneas dominantes se podría agregar, sólo como mínima muestra, la única reseña que en su momento estimó como un producto literario de primer orden a los cuentos de José Monegal -desdeñados, antes que nadie, por su sobrino, Emir Rodríguez Monegal-.
En una nota aparecida en El País el 10 de mayo de 1964 con el título "Un narrador popular", Cotelo mostró que era un crítico atento no sólo a las producciones de la cultura de masas, sino a las reelaboraciones de las fuentes orales criollas de las que se abastecía la literatura de este narrador de vertiente gaucha. Esta tarea se complementó extensamente con la del lector bien entrenado en las novedades en lengua inglesa -lengua que dominaba como pocos de sus contemporáneos-, y a la vez aparece como un temprano entusiasta del universo de la informática, otra marca de su afición a la novedad. De esto último da testimonio su amable intercambio con Einar Barfod, quizá el único intercambio realmente amable que tuvo en su larga aunque entrecortada trayectoria.
En un texto publicado en el semanario Jaque el 31 de octubre de 1985 evocando la resistencia de Rodríguez ante el importuno demonio que se le presenta en medio de la noche en el cuento homónimo de Espínola, Cotelo observa: "Sospecho que los uruguayos tenemos hoy una actitud similar a la de Rodríguez ante el diablo de la informática, entre zorra, sobradora, defensiva y cautelosa, a la espera de que no cunda el pánico. Lo malo sería que termináramos mereciendo la impotente interjección del Diablo". "Lo viejo convivirá con lo nuevo", concluía con un optimismo que desentonaba con la entonces general ignorancia de los alcances del flamante medio electrónico.
Aquí debo hacer un paréntesis necesario, y un regreso. No podría hacer una evocación amical porque no fui su amigo. Apenas si hablé con él algunas veces a lo largo de una década, y el primero de esos encuentros, según redescubrí hoy mismo, fue en febrero de 1988 cuando lo visité en su casa, donde me hice acreedor de una charla entre cordial y peleadora y de la que conseguí -después de muchos esfuerzos- que me obsequiara un ejemplar de su antología Narradores uruguayos, publicada por Monte Ávila en Caracas, en 1969. Antes, claro, la lectura de sus artículos en el semanario Jaque, donde Cotelo volvió a escribir luego de tres largos lustros de ausencia, y de otras notas aparecidas en Alternativa Socialista -en especial su memorable reportaje a Juan Carlos Onetti-, me permitió conocer un estilo comunicativo, elegante y de una frecuente arbitrariedad no exenta de atractivo. Por entonces, en la segunda mitad de los ochenta, a medida que iba interiorizándome en el trabajo de este oficio, empecé a pescar en diarios viejos un puñado de los cientos de artículos que había escrito para Marcha, El País y Reporter, cuando yo todavía no había nacido o cuando estaba dando, literalmente, mis primeros pasos.
Más allá de esta dimensión amical para la que no soy competente en el caso, un encuentro como este viene a cumplir con el legítimo y siempre necesario ejercicio de la memoria -que en el campo cultural tan frágil suele ser en este país-. Pero hay algo de mayor duración. No es una impertinencia preguntarse qué sentido tiene revisar la obra de Cotelo, hoy. Esa sería mi pregunta fundamental, no creo que mi respuesta.
Digo "obra" y ya estamos ante el primer problema. Si cualquier curioso quisiera leer sus textos con cierta facilidad apenas podría encontrar algunos artículos envasados en Capítulo oriental, La historia de la literatura uruguaya (Montevideo, CEDAL, 1968-1969), el prólogo y las introducciones a la mencionada antología Narradores uruguayos y su libro -mejor, su folleto- sobre Carlos Real de Azúa, por lo demás el primero que se escribió (Montevideo, Ediciones del Nuevo Mundo, 1987), el ya célebre prólogo a La tierra purpúrea, que antes fue una nota publicada en dos partes en Jaque, un artículo sobre Viajeros ingleses en el tomo I de Historias de la vida privada (Montevideo, Taurus, 1997) y algunos escasos prólogos más. Con buena suerte, la reunión de estas contribuciones no daría más que para un volumen de 200 páginas. La "obra" de Cotelo, en síntesis, se cumplió sobre todo en lo que hoy llamamos periodismo cultural, y se desperdigó en una serie no muy vasta de publicaciones periódicas. Y quizá a pocos como a él corresponda catalogar de esta manera: periodista cultural. Por su ductilidad, por la inmensa variedad de temas y problemas que abordó casi cotidianamente, por la plasticidad con que supo adaptarse a las exigencias del asunto.
Aquí nos encontramos con otro problema: si ser periodista significa sólo estar atento a lo presente con un amplio grado de conocimiento de las raíces contemporáneas y con una formación lo suficientemente amplia como para llevar a cabo esa actividad, entonces Cotelo fue algo más que un periodista. Porque sus textos, aun si se repasa una muestra de ellos de distintas épocas, muestran claramente que, como muchos de sus contemporáneos que también se hicieron o se reformaron en el periodismo, ante todo fueron los de un escritor. Era el seguro propietario de un estilo muy anglosajón, de frase filosa, cortante, de estocada rápida, de visión sintética. Y aun más: un escritor-crítico que dominó la técnica narrativa en los medios para los que escribió y, antes que nada, las propiedades del género.
Esto nos ofrece un tercer y grave problema: ¿en qué sentido Cotelo fue crítico? Podríamos convenir en que existen cuatro formas básicas del ejercicio crítico sobre eso que usualmente llamamos literatura: 1) la crítica práctica que se ejerce en medios periodísticos con el sentido de informar y orientar al lector, basada principalmente en reseñas de libros; 2) la crítica académica y erudita; 3) la crítica universitaria, en especial como producto o derivada de la enseñanza en este orden; y, por último, 4) la que se ejerce en el dominio de la teoría literaria y cultural. Esta clasificación bastante obvia, o trivial, pero que por lo mismo puede aceptarse sin mayores complicaciones, no siempre puede ser aplicada taxativamente a una cultura como la uruguaya. Un poco porque las formas 2, 3 y 4 (críticas erudita, universitaria y teórica) apenas se han manifestado entre nuestro fabuloso atraso y otro tanto porque esa ausencia parcial o total, en el marco de las tradiciones y quizá de las imposibilidades de este país, obligó a que los periodistas culturales ocuparan -como pudieran- por lo menos algunos intersticios de esas zonas. Cotelo intervino, como pudo, en la labor de rellenar esos tan grandes agujeros. Ya en 1957, hace casi medio siglo, en un balance sobre la cultura uruguaya, Carlos Real de Azúa advirtió que Cotelo era uno de los pocos, si no el único, que era "muy claramente filiable en el marxismo, la antropología y la sociología del saber" (Ficción, Buenos Aires, Nº 5). Eso cuando la mayor parte de los críticos literarios del país transcurría por los andariveles de la estilística, la crítica historicista de diverso cuño o la simple y emocionada glosa.
A diferencia de Rodríguez Monegal, de Ángel Rama y de su fraterno amigo Real de Azúa, Ruben Cotelo nunca se internó en la redacción de un proyecto erudito ni pisó el ámbito académico ni -para el caso sería más adecuado pensar en Rama y Real de Azúa- dedicó su tiempo a la proposición de un pensamiento con posibilidades de alcanzar las fronteras de la teoría. Pero no estuvo ajeno a sus incitaciones como lector voraz que era. Tanto o más que los nombrados, sin embargo, durante los últimos años de los cincuenta y la larga década de los sesenta, Cotelo fue un practicante insomne de uno de los que Marc Angenot llama "discursos agónicos": la polémica. La "inmediatez de la polémica -dice Angenot- responde menos a las condiciones de la recepción que a la fuerza elocutiva con que han sido lanzados" los términos en la polémica. Se trata de un discurso que se caracteriza por la voluntad de "crear la verdad", y para ello el polemista se instala en el ámbito de las formas morales: enfrentamiento del bien contra el mal, lo verdadero y lo falso, lo claro y lo confuso. Cotelo fue un maestro en el ejercicio de ese discurso maniqueo, un dúctil y frecuente practicante de la provocación. No sólo porque, quizá, este fuera un rasgo de su temperamento, que fácilmente puede deducirse de sus textos, sino porque vivió el mundo de la escritura con pasión y lo hizo desde la certeza de que el universo de las ideas era capaz de transformar en sustancia al individuo y, con la suma de los mismos, hacer un mundo mejor. Pero que lo primero era tomar conciencia del saber propio y de los alcances de la escritura y su vinculación con el medio. Si hubiera leído a Bajtín, cosa que ignoro si hizo, Cotelo podría haber dicho con el gran teórico ruso que "todo enunciado es contestatario" y, en consecuencia, todo texto válido se escribe como respuesta a otro y a su vez exige u orienta él mismo una contestación.
De esta afición, a veces enfebrecida y lindera con la violencia, es testimonio la discusión que simultáneamente mantuvo en 1963 con Ángel Rama y con Mario Benedetti a propósito de Nos servían como de muro, la nouvelle de Mario César Fernández y, sobre todo, acerca de los trabajos antropológicos de Óscar Lewis, en este último punto con Benedetti: "Sería mejor que antes de hablar acerca de la responsabilidad social del escritor, no se olvidara que antes viene su obligación de estudiar, estudiar y estudiar", escribió reiterativo e iracundo Ruben Cotelo en El País, el 15 de abril de 1963, atacando a Benedetti.
"Tal como se ejerce hoy día y tal como la considero, la crítica es un asunto académico, alejado en su mayor parte de las cuestiones que preocupan al lector de un periódico diario. Hasta cierto punto es así como debería ser. Pero hemos alcanzado una fase en la que la especialización y la profesionalización, aliadas con el dogma cultural, el etnocentrismo y un nacionalismo escasamente sublimado, así como un quietismo cuasirreligioso y asombrosamente insistente, han trasladado al crítico de la literatura profesional y académica a otro mundo completamente distinto". Estas palabras pertenecen a Edward Said y están consignadas en la introducción a sus ensayos El mundo, el texto y el crítico, originalmente publicados en 1983. Estas palabras pueden servir como epílogo a este repaso.
Cuando murió Emir Rodríguez Monegal, un viejo rival con el que se reencontró en los días postreros, Cotelo escribió un artículo en Jaque que tituló "Ya no existen críticos así" (Nº 101, 21 de noviembre de 1985). Pensó, entonces, que ya no los había porque nadie era capaz, como Monegal, de articular un proyecto, de construir un público, de hablarle claro y en serio. Propongo una corrección en el tiempo verbal, que representa una rotación semántica: "ya no pueden existir críticos así". Desapareció el público que los podía seguir, que de algún modo se educaba para ello y que de todos modos construía al crítico, porque se desmoronó el mundo que los hizo posibles y porque en Uruguay en forma sistemática se han socavado en el correr de las últimas cuatro décadas las condiciones materiales básicas para que público, crítico y debate cultural sean partes dinámicas de la vida social. ¿Qué Rama, qué Monegal o qué Cotelo se pueden concebir en este Montevideo sin librerías actualizadas, sin una Biblioteca Nacional lejanamente apta, abandonada y semidestruida durante décadas?, ¿quién puede, razonablemente, formarse sin oportunidades mayores y con los costos que tiene cualquier libro de origen extrarregional cuya ausencia no siempre compensa internet, sin posibilidades de inserción permanente en medios periodísticos ni académicos, con los que casi no se cuenta?, ¿quién que no posea considerable fortuna puede estar á la page en un país donde un libro cualquiera de origen extrarregional consumiría las ganancias de varias horas de trabajo?
En un pasaje de una epístola particular que Monegal le envió a Cotelo y que este transcribió parcialmente en el artículo antes mencionado, una carta fechada en 1958, el entonces prestigioso crítico mencionaba su progresivo alejamiento de Marcha y aclaraba: "Por otra parte, no olvides que gracias a Secundaria puedo darme el lujo de escribir en Marcha, por lo poco que pagan [en el semanario]". ¿Qué profesor de Secundaria podría decir hoy algo semejante, cuando su salario promedio apenas es el equivalente al precio de una docena de ejemplares de volúmenes editados, digamos, por cualquier editorial española? Y, aun al margen de estas esfumadas condiciones que hicieron la cultura de las confiadas clases medias del ciclo 1945-1965, ¿a cuántos hoy les importa genuinamente la discusión sobre cualquier tema cultural fuera de un escaso y reiterativo repertorio menudo? Sin embargo, hay un legado: hacer crítica, pensar, leer y discutir es necesario, siempre que se haga en una sociedad que las reciba y, por qué no, que las ampare. El mundo que hizo posible a Cotelo, se me ocurre, también tiene que ser leído desde estas condiciones.