Sociedad

Discurso de Benedicto XVI a la Curia Romana ante la Navidad

Discurso de Benedicto XVI a la Curia Romana ante la Navidad

La alegría, compendio de todos los dones

Señores cardenales, venerados hermanos en el episcopado y en el presbiterado, queridos hermanos y hermanas:

La Natividad del Señor está a las puertas. Toda familia siente la necesidad de reunirse para disfrutar del ambiente único e irrepetible que esta fiesta es capaz de crear. También la familia de la Curia Romana se reúne esta mañana, siguiendo una bonita  costumbre gracias a la cual tenemos la alegría de encontrarnos y de intercambiar las felicitaciones en este clima espiritual especial. Vaya a cada uno de vosotros mi cordial saludo, lleno de gratitud por la apreciada colaboración prestada al ministerio del Sucesor de Pedro. Agradezco vivamente al Cardenal Decano Angelo Sodano que se haya hecho intérprete, mediante la voz de un ángel, de los sentimientos de todos los aquí presentes y también de quienes están trabajando en los diferentes departamentos, con inclusión de las representaciones pontificias. Aludía al principio al ambiente especial de la Navidad. Me gusta pensar que sea una suerte de prolongación de la misteriosa alegría y de la íntima exultación que invadió a la Sagrada Familia, a los ángeles y a los pastores de Belén en la noche en que Jesús vio la luz. Lo definiría «el ambiente de la gracia», pensando en la expresión de San Pablo en su Carta a Tito: «Apparuit gratia Dei Salvatoris nostri omnibus hominibus» (cf. Tt 2, 11). Afirma el Apóstol que la gracia de Dios se ha manifestado «a todos los hombres». Diríase que en ello se trasluce también la misión de la Iglesia y, en especial, la del Sucesor de Pedro y sus colaboradores: contribuir a que la gracia de Dios, del Redentor, se haga cada vez más visible a todos y a todos traiga la salvación.

El año que está a punto de concluir ha sido rico en miradas retrospectivas hacia fechas determinantes en la historia reciente de la Iglesia, pero también en acontecimientos capaces de orientar nuestro camino futuro. Hace cincuenta años moría el papa Pío XII, y Juan XXIII era elegido Pontífice. Han pasado cuarenta años desde la publicación de la Encíclica Humanæ vitæ, y treinta desde la muerte de su autor, el papa Pablo VI. Como el mensaje que tales acontecimientos llevan consigo ha sido recordado y meditado de muchas maneras a lo largo del año, no es mi intención volver a examinarlo en este momento. Pero la mirada de la memoria también se ha fijado más atrás, más allá de los acontecimientos del siglo pasado, y al hacerlo nos ha remitido precisamente al futuro: la tarde del 28 de junio, a la presencia del Patriarca Ecuménico Bartolomé I de Constantinopla y de representantes de muchas otras Iglesias y Comunidades eclesiales, tuvimos ocasión de inaugurar en la basílica de San Pablo Extramuros el Año Paulino, en conmemoración del nacimiento del Apóstol de las Gentes, acaecido hace dos mil años. Para nosotros, Pablo no es una figura del pasado, pues sigue hablándonos a través de sus cartas. Y quien con él entabla diálogo se ve por él llevado hacia Cristo crucificado y resucitado. El Año Paulino es un año de peregrinación no sólo en el sentido de un camino exterior hacia los lugares paulinos, sino también —y principalmente— en el de una peregrinación del corazón, junto con Pablo, hacia Jesucristo. En definitiva, Pablo nos enseña también que la Iglesia es Cuerpo de Cristo, que la Cabeza y el Cuerpo son inseparables y que no puede haber amor a Cristo sin amor a su Iglesia y a su comunidad viviente.

La Jornada Mundial de la Juventud y el Sínodo de los Obispos

 Tres acontecimientos concretos del año que está terminando centran de forma especial nuestra atención. Ante todo, la Jornada Mundial de la Juventud celebrada en Australia, una gran fiesta de la fe que ha reunido a más de doscientos mil jóvenes del mundo entero y los ha acercado no sólo en lo exterior —en sentido geográfico—, sino también interiormente, gracias a su compartición de la alegría de ser cristianos. Ha habido, además, dos viajes —uno a los Estados Unidos y otro a Francia— en los que la Iglesia se ha hecho visible al mundo y para el mundo como una fuerza espiritual que señala caminos de vida y que, mediante el testimonio de la fe, trae luz al mundo. Han sido, en efecto, jornadas que han irradiado luminosidad, confianza en el valor de la vida y en el compromiso a favor del bien. Por último, hay que recordar el Sínodo de los Obispos, en el que pastores procedentes de todo el mundo se han reunido alrededor de la Palabra de Dios que había sido elevada en medio de ellos; alrededor de la Palabra de Dios, cuya gran manifestación se halla en la Sagrada Escritura. Lo que en la vida diaria damos ya demasiado por descontado, hemos vuelto a captarlo en su sublimidad: el hecho de que Dios hable, de que Dios responda a nuestras preguntas. De que él, si bien con palabras humanas, nos hable personalmente y nosotros podamos escucharlo y, escuchándolo, aprender a conocerlo y a comprenderlo. De que entre en nuestra vida y la forje y podamos salir de ella para penetrar en la amplitud de su misericordia. Así nos hemos percatado nuevamente de que Dios, a través de esta Palabra suya, se dirige a cada uno de nosotros, habla al corazón de cada uno, de modo que, si nuestro corazón despierta y nuestro oído interior se abre, cada uno de nosotros puede aprender a oír la palabra que precisamente a él se dirige. Pero si oímos a Dios hablar de tan personal manera a cada uno de nosotros, comprendemos también que su Palabra está presente para que nos acerquemos unos a otros, para que encontremos la forma de salir del ámbito de lo puramente personal. Esta Palabra forjó una historia común y quiere seguir haciéndolo. Y nos hemos percatado de nuevo de que, precisamente por ser la Palabra tan personal, sólo podemos comprenderla de manera justa y total en el «nosotros» de la comunidad instituida por Dios, bien conscientes en todo momento de que jamás podremos agotarla, pues siempre tiene algo nuevo que decir a cada generación. Hemos comprendido que los escritos bíblicos fueron sin duda alguna redactados en épocas determinadas y constituyen por lo tanto, desde ese punto de vista, un libro procedente del pasado. Pero hemos visto que su mensaje no permanece anclado en el pasado ni puede encerrarse en él: Dios, en el fondo, habla siempre en presente, y sólo escucharemos la Biblia en plenitud cuando descubramos este «presente» de Dios que ahora nos llama.

Por último, importaba experimentar que en la Iglesia hoy también es Pentecostés, es decir que ella habla muchas lenguas, y esto no sólo en el sentido exterior de que en ella están representadas todos los grandes idiomas del mundo, sino en un sentido aún más profundo, toda vez que en ella están presentes las múltiples formas de la experiencia de Dios y del mundo, la riqueza de las culturas, y sólo así se hace patente la amplitud de la existencia humana y, partiendo de ésta, la amplitud de la Palabra de Dios. Pero hemos aprendido también que Pentecostés sigue «de camino» y está aún incompleto: existe una multitud de lenguas que aguardan todavía la Palabra de Dios contenida en la Biblia. También resultaron emocionantes los numerosos testimonios de fieles laicos de todas las regiones del mundo que no sólo viven la Palabra de Dios, sino que también padecen por ella. Una aportación muy valiosa fue el discurso de un rabí acerca de las Sagradas Escrituras de Israel, que son también, precisamente, las nuestras. Un momento importante para el Sínodo, o más bien para el camino de toda la Iglesia, fue aquél en el que el Patriarca Bartolomé, a la luz de la tradición ortodoxa, nos abrió el acceso, mediante un análisis penetrante, a la Palabra de Dios. Ahora hacemos votos por que las experiencias y adquisiciones del Sínodo influyan eficazmente en la vida de la Iglesia: en la relación personal con las Sagradas Escrituras; en su interpretación en la liturgia y en la catequesis, así como en la investigación científica, de manera que la Biblia no se quede en Palabra del pasado, sino que su vitalidad y su actualidad se vean leídas y abiertas en toda la amplitud de dimensiones de sus significados.

Presencia perceptible de la Iglesia

De la presencia de la Palabra de Dios, del propio Dios en la hora actual de la historia, se ha tratado también en los viajes pastorales de este año, cuyo sentido auténtico sólo puede ser  el de estar al servicio de dicha presencia. Se trata de ocasiones en las que la Iglesia se hace perceptible públicamente, y con ella la fe y por consiguiente, como mínimo, la cuestión acerca de Dios. Esta manifestación pública de la fe implica ya a cuantos se esfuerzan por comprender el momento presente y las fuerzas que en él actúan. Especialmente un fenómeno como el de las Jornadas Mundiales de la Juventud se convierte cada vez más en objeto de análisis en el que se intenta comprender esta especie de —valga la palabra— cultura juvenil. Nunca había asistido Australia a la llegada de tantas personas procedentes de todos los continentes como durante la Jornada Mundial de la Juventud; ni siquiera con ocasión de los Juegos Olímpicos. Y si previamente se había manifestado el temor de que la aparición masiva de jóvenes pudiera acarrear algún trastorno de orden público, paralizar el tránsito, obstaculizar la vida diaria, provocar violencia y fomentar el consumo de drogas, todo ello se ha demostrado infundado. Ha sido una fiesta de la alegría, una alegría que al final ha contagiado incluso a los más reacios, por lo que, al final, nadie se ha sentido molestado. Las jornadas se convirtieron en fiesta para todos; más aún, sólo entonces se cayó en la cuenta de lo que es en realidad una fiesta: un acontecimiento en el que todos están, por así decirlo, fuera de sí, más allá de sí mismos y, precisamente por ello, consigo y con los demás. ¿De qué naturaleza es, pues, lo que acontece en una Jornada Mundial de la Juventud? ¿Qué fuerzas actúan en ella? Hay análisis en boga  que tienden a considerar estas jornadas como una variante de la actual cultura juvenil, como una especie de festival de rock modificado en sentido eclesial, con el Papa como estrella. Con fe o sin ella, estos festivales serían siempre, en el fondo, lo mismo, y con esta conclusión se piensa poder desechar la cuestión acerca de Dios. Tampoco faltan voces católicas que van en la misma dirección, juzgándolo todo como un gran espectáculo, incluso bonito, pero poco significativo en lo que atañe a la cuestión acerca de la fe y de la presencia del Evangelio en nuestro tiempo. Según esta opinión, se trata de momentos de éxtasis festivo intrascendentes, que no inciden con mayor profundidad en la vida.

Con ello, sin embargo, la peculiaridad de esas jornadas y el carácter especial de su alegría, de su fuerza generadora de comunión, no hallan explicación alguna. Importa, ante todo, tener en cuenta que las Jornadas Mundiales de la Juventud no consisten tan sólo en esa única semana en la que se hacen públicamente visibles para el mundo. Hay un largo camino externo e interno que lleva hasta ellas. La cruz, acompañada por la imagen de la Madre del Señor, peregrina de un país a otro. La fe necesita, a su manera, ver y tocar. El encuentro con la cruz, una cruz que es tocada y llevada, se convierte en encuentro interior con aquél que en la cruz murió por nosotros. El encuentro con la cruz despierta en lo más íntimo de los jóvenes la memoria de ese Dios que quiso hacerse hombre y sufrir con nosotros. Y vemos a la mujer que él nos dio como Madre. Las jornadas solemnes son sólo la culminación de un largo camino con el que unos salen al encuentro de los demás y todos juntos al encuentro de Cristo. No es casual que en Australia el Vía crucis a través de la ciudad se convirtiera en el acto culminante de las jornadas; un acto que sintetizaba, una vez más, todo lo acaecido en años anteriores y que señalaba a aquél que a todos nos reúne: a ese Dios que nos ama hasta la cruz. De ahí que el Papa no sea la estrella alrededor de la cual todo gira. Él es, absoluta y únicamente, Vicario. Remite al Otro que está entre nosotros. Por último, la liturgia solemne es el centro de todo porque en ella acontece lo que nosotros no podemos realizar y, sin embargo, siempre esperamos. Él está presente. Él penetra entre nosotros. El cielo se rasga, y al hacerlo ilumina la tierra. Esto es lo que hace dichosa y abierta la vida y une a unos con otros en una alegría que no puede compararse al éxtasis de un festival de rock. Dijo en una ocasión Friedrich Nietzsche: «No consiste la habilidad en organizar una fiesta, sino en hallar personas capaces de alegrarse en ella». Según la Escritura, la alegría es fruto del Espíritu Santo (cf. Ga 5, 22): un fruto abundantemente perceptible durante las jornadas de Sídney. Si un largo camino precede a las Jornadas Mundiales de la Juventud, de éstas también se deriva un camino sucesivo. Se forman amistades que animan a abrazar un estilo de vida diferente y que lo sustentan desde dentro. Y es que no es el último objetivo de las Jornadas el de fomentar tales amistades y hacer que surjan en el mundo lugares de vida en la fe que sean, al mismo tiempo, lugares de esperanza y de caridad vivida.

Las cuatro dimensiones del Espíritu Santo

La alegría como fruto del Espíritu Santo: llegamos así el tema central de Sídney, que era, precisamente, el Espíritu Santo. En este análisis retrospectivo quisiera aludir, una vez más y de forma sintética, a la orientación implícita en dicho tema. Si tenemos en cuenta el testimonio de la Escritura y de la Tradición, reconocemos fácilmente cuatro dimensiones en el tema «Espíritu Santo».

1 Hay en primer lugar la afirmación que encontramos desde el inicio del relato de la creación; en ella se habla del Espíritu creador que aletea por encima de las aguas, crea el mundo y lo renueva continuamente. La fe en el Espíritu creador es un contenido esencial del Credo cristiano. El dato de que la materia lleva en sí una estructura matemática, que está llena de espíritu, es el fundamento en el que se basan las ciencias modernas de la naturaleza. Sólo porque está estructurada de manera inteligente, puede nuestro espíritu interpretar la materia y remodelarla activamente. El hecho de que esta estructura inteligente proceda del propio Espíritu creador que también nos dio el espíritu a nosotros implica al mismo tiempo una tarea y una responsabilidad. En la fe acerca de la creación estriba el fundamento último de nuestra responsabilidad para con la tierra. No es ésta una mera propiedad nuestra que podamos explotar de acuerdo con nuestros intereses y deseos. Se trata, en cambio, de un don del Creador, que trazó sus ordenamientos intrínsecos y dio con ello las señales de orientación a las que debemos atenernos como administradores de su creación. El hecho de que la tierra y el cosmos reflejen al Espíritu creador significa también que sus estructuras racionales —que, más allá del orden matemático, se vuelven casi palpables en el experimento—, también llevan en sí una orientación ética. El Espíritu que los forjó es más que matemática: es el Bien en persona que, mediante el lenguaje de la creación, nos indica el camino de la vida recta.

Como la fe en el Creador forma parte esencial del Credo cristiano, la Iglesia no puede ni debe limitarse a transmitir a sus fieles tan sólo el mensaje de la salvación. Tiene una responsabilidad para con la creación, responsabilidad que debe hacer valer también en la esfera pública. Y al hacerlo no debe defender tan sólo la tierra, el agua y el aire como dones de la creación pertenecientes a todos. Tiene también que proteger al hombre contra la destrucción de sí mismo. Es preciso que exista algo parecido a una ecología del hombre rectamente concebida. Cuando la Iglesia habla de la naturaleza del ser humano como hombre y mujer y pide que se respete este orden de la creación, no invoca  una metafísica superada, ya que se trata de la fe en el Creador y de la escucha del lenguaje de la creación, cuyo desprecio sería una autodestrucción del hombre y, por ende, una destrucción de la propia obra de Dios. Lo que a menudo se expresa y entiende con el término gender («género en la acepción de sexo», en inglés en el original, N.d.T.) desemboca, en última instancia, en la autoemancipación del hombre respecto a la creación y al Creador. El hombre quiere hacerse él solo y determinar siempre y exclusivamente él solo lo que le concierne. Pero, al hacerlo, vive contra la verdad, vive contra el Espíritu creador. Las selvas tropicales merecen, desde luego, nuestra protección, pero no la merece menos el hombre como criatura en la que está grabado un mensaje que, lejos de contradecir nuestra libertad, es condición para ésta. Grandes teólogos de la Escolástica calificaron el matrimonio —es decir el vínculo para toda la vida entre hombre y mujer— como sacramento de la creación que el mismo Creador instituyó y que Cristo, sin modificar el mensaje de la creación, acogería sucesivamente en la historia de la salvación como sacramento de la Nueva Alianza. Forma parte del anuncio que la Iglesia debe transmitir el testimonio a favor del Espíritu creador presente en la naturaleza considerada en su totalidad y, de especial manera, en la naturaleza del hombre, creado a imagen de Dios. Partiendo de esta perspectiva debería releerse la Encíclica Humanæ vitæ, documento en el que la intención del papa Pablo VI era defender el amor contra la sexualidad concebida como consumo, el futuro contra la pretensión exclusiva del presente y la naturaleza humana contra su manipulación.

2 Sólo añadiré ya algún que otro apunte sobre las demás dimensiones de la pneumatología. Si es verdad que el Espíritu creador se manifiesta, ante todo, en la grandeza silenciosa del universo, en su estructura inteligente, la fe, además de ello, nos dice algo inesperado: que ese Espíritu habla, por así decirlo, también con palabras humanas; que ha entrado en la historia y que, como fuerza forjadora de historia, es también un Espíritu hablante, o mejor dicho es Palabra que sale a nuestro encuentro en los escritos del Antiguo y del Nuevo Testamento. Lo que esto significa para nosotros, lo expresó magníficamente San Ambrosio en una de sus cartas: «Incluso ahora, mientras leo las divinas Escrituras, Dios pasea por el Paraíso» (Ep. 49, 3). Leyendo la Escritura, hoy también podemos nosotros caminar por el jardín del Paraíso y encontrarnos con Dios que por él pasea: entre el tema de la Jornada Mundial de la Juventud de Australia y el del Sínodo de los Obispos existe una honda relación interior. Los dos temas «Espíritu Santo» y «Palabra de Dios» van de la mano. Pero leyendo la Escritura aprendemos también que Cristo y el Espíritu Santo son inseparables uno de otro. Si Pablo afirma con síntesis desconcertante que «el Señor es el Espíritu» (2 Co 3, 17), en el trasfondo de esta formulación no aparece tan sólo la unidad trinitaria entre el Hijo y el Espíritu Santo, sino, por encima de todo, su unidad en relación con la historia de la salvación: con la pasión y resurrección de Cristo quedan rasgados los velos del sentido puramente literal y se hace visible la presencia del Dios que está hablando. Al leer la Escritura junto con Cristo, aprendemos a percibir en las palabras humanas la voz del Espíritu Santo y descubrimos la unidad de la Biblia.

3 Hemos llegado así a la tercera dimensión de la pneumatología, que consiste precisamente en la inseparabilidad de Cristo y del Espíritu Santo. Ésta se manifiesta tal vez de la manera más hermosa en el relato de Juan sobre la primera aparición del Resucitado a los discípulos: el Señor sopla sobre éstos y, al hacerlo, les da el Espíritu Santo. El Espíritu Santo es el aliento de Cristo. Y al igual que el aliento de Dios había transformado, la mañana de la creación, el polvo del suelo en el hombre viviente, así el aliento de Cristo nos acoge en la comunión ontológica con el Hijo, haciendo de nosotros una nueva creación. De ahí que sea el Espíritu Santo quien nos impulse a decir con el Hijo: «¡Abbá, Padre!» (cf. Jn 20, 22; Rm 8, 15).

4 Por eso surge espontáneamente, como cuarta dimensión, la conexión entre Espíritu e Iglesia. Pablo, en Primera Corintios 12 y en Romanos 12, representó a la Iglesia como Cuerpo de Cristo y, por ende, como organismo del Espíritu Santo en el que los dones de éste funden a los individuos en una unidad viviente. El Espíritu Santo es el Espíritu del Cuerpo de Cristo. En la totalidad de este Cuerpo hallamos nuestra tarea, vivimos unos al servicio y en dependencia de otros, viviendo en profundidad de aquél que por todos nosotros vivió y padeció y que por medio de su Espíritu nos atrae hacia sí, a la unidad de todos los hijos de Dios. «¿Quieres vivir tú también del Espíritu de Cristo? Permanece, pues, en el Cuerpo de Cristo», dice Agustín a este respecto (Tr. in Jo. 26, 13).

Así, en el tema «Espíritu Santo», que orientó las jornadas de Australia y, de forma menos manifiesta, también las semanas del Sínodo, se hace visible la fe cristiana en toda su amplitud; una amplitud que, de la responsabilidad por la creación y por la existencia del hombre en sintonía con la creación, conduce, a través de los temas de la Escritura y de la historia de la salvación, hasta Cristo y desde él a la comunidad viviente de la Iglesia en sus órdenes y responsabilidades y en su   extensión y libertad, que halla expresión tanto en la multiplicidad de los carismas como en la imagen pentecostal de la multitud de las lenguas y culturas.

La alegría forma parte integrante de la fiesta. Se puede organizar la fiesta, pero no la alegría. Ésta sólo puede regalarse, y efectivamente nos ha sido regalada en abundancia: por eso estamos agradecidos. Al igual que Pablo califica la alegría como fruto del Espíritu Santo, así también Juan, en su Evangelio, relaciona estrechamente el Espíritu y la alegría. El Espíritu Santo nos da la alegría. Y es él la alegría. La alegría es el don que compendia todos los demás dones. Es expresión de la felicidad, de un estado de armonía consigo mismo, lo que sólo puede derivarse de una situación de armonía con Dios y con su creación. Forma parte de la naturaleza de la alegría su irradiación, su necesidad de comunicarse. El espíritu misionero de la Iglesia no es más que el impulso de comunicar la alegría que se nos ha dado. Que esté siempre viva en nosotros y por consiguiente se irradie hacia el mundo en sus tribulaciones: tal es mi deseo al final de este año. Junto con mi agradecimiento sincero por toda vuestra labor y acción, deseo también para todos vosotros que esa alegría que de Dios procede se nos otorgue copiosamente también en el nuevo año.

Encomiendo mis votos a la intercesión de la Virgen María, Mater divinæ gratiæ, pidiéndole poder vivir las fiestas navideñas con alegría y en la paz del Señor. Con estos sentimientos, imparto cordialmente a todos vosotros y a la gran familia de la Curia Romana la bendición apostólica.