Naves en Sala 12
Por tercer año el Día del Patrimonio fue la excusa para que los integrantes de un taller de artesanías que funciona en el hospital Vilardebó ofrecieran una muestra de las obras realizadas durante el año. Doce "usuarios" todos hombres, psicóticos y la mayoría judiciales estuvieron cuatro horas exhibiendo escudos nacionales tallados en madera, sillas de playa hechas con tapitas de botellas y formas de cabeza creadas a base de botones, entre otras. Pero ese fue apenas un destello de la vida que contiene al Taller Sala 12, en el cual trabajan de lunes a viernes en jornadas de ocho horas. Semana a semana, estos hombres saltan fuera de sus camas conocidas o abandonan por un rato los pasillos ajedrezados para lijar un trozo de madera o tapizar un sillón. Semana a semana, una enfermera los guía como a ciegos, los trata como a adolescentes y los cuida como a hijos. Semana a semana, estos hombres se olvidan, aunque sea por unas horas, de que en la soledad de sus habitaciones son ingenieros que construyen naves espaciales, y se transforman, aunque no lo sean, en carpinteros, pintores, torneros. Artistas.
Por Elisa Queirolo y Federico Viñas, de Espectador.com
Hospital
Vilardebó. Lunes. Una de la tarde. Primavera. Poca luz. Martillos,
clavos y clavos incrustados en madera. Canastos rotos, de plástico y
viejos. Mesas ratonas talladas. Maderas con patas que alguna vez fueron
sillas. Maderas sin patas que nunca llegaron a serlo. Bancos sin
asientos. Taladro en manos de Antonio. Destornillador en manos de
Daniel. Lija y ruido en manos de Marcos. Grapadora en manos de José.
De
pronto un hombre macizo y bajo se acerca y mueve brazos, cintura y
pies. Dice ser karateca. Dice ser cinturón blanco. Y también dice
llamarse Claudio. El sábado siguiente, a las cinco de la tarde, cuando
la exposición del Taller Sala 12 en el Día del Patrimonio haya
terminado, Claudio contará una historia. Y nosotros le creeremos. Al
instante. Ni por un segundo pensaremos que está mintiendo. Sabremos que
Claudio vio a esos policías norteamericanos caminando por la Ciudad
Vieja y le creeremos cuando dice que no miraban el cielo para ver
palomas. Le creeremos cuando dice que miraban el cielo para no perderse
los misiles.
*
Hospital Vilardebó. Lunes a viernes. Todos
los días del año. Doce internos elegidos hacen artesanías de 10 a 18 (ver galería de fotos).
Tienen que ser hombres. Tienen que ser psicóticos. Y preferentemente
judiciales. Si no, no. Nadie más. Muchos de ellos cometieron homicidios.
A la madre, a la tía, al vecino.
*
En el Taller Sala 12
no hay mujeres. Con las mujeres todo sería complicado. Con las mujeres
todo sería más complicado. Y sin embargo Marcelo que no se resigna. El
de pelo largo y con rulos, nariz chata y postura encorvada. El flaco
desgarbado. Ese Marcelo. El que sale y encara. Marcelo, que dentro del
hospital tiene demasiadas novias y por eso a veces lo rezongan. Marcelo
que ahora es mediodía está acostado en su habitación, completamente
tapado debajo de una colcha blanca. Marcelo que dice que está cansado.
*
Se
presenta varias veces. Se llama Sergio. Tiene unos 30 años. El pelo
desprolijo y endurecido, como con polvo. Él no va al Taller. Ni siquiera
sabe qué es eso. Nos encuentra en la esquina de uno de tantos pasillos.
Camina con paso trancado, cansino. Habla con ojos entrecerrados, como
si entre nosotros y él cruzara una fina niebla. Lleva en su andar el
alma revoloteada, adormecida, anestesiada.
¿Saben dónde puedo encontrar al profesor de música?
¿Al profesor de música...? No...
El profesor de música.
Sí, pero la verdad que no...
Quiero hablar con él.
No sabemos...
...
...
¿Tienen fuego?
Sí.
Gracias. Vos tenés pinta de que te gusta la música.
Sí, me gusta...
Sí, tenés pinta.
¿A vos te gusta?
Sí.
¿Tocás algún instrumento?
Sí, la guitarra. Por eso busco al profesor de música.
Si lo llegamos a ver, te avisamos.
Gracias. Muchas gracias.
De nada. Un gusto.
Muchas gracias. Muchas gracias. Corazonadas como esta hacen que el mundo siga girando.
Y
Sergio ya está a tres o cuatro pasos de distancia, yéndose a buscar al
profesor de música, y nosotros nos quedamos mirándolo por unos segundos.
*
Martes. Dos de la tarde. Caja de una camioneta. Viajando viene Antonio, Marcos, Marcelo y Totó. Hace calor. Antonio se remanga el buzo. Está tomando mate. Marco es el que está más cerca de la ventana y el sol. Mira para afuera; serio, curioso. Marcelo muestra en el celular una foto del cumpleaños de 15 de su sobrina. Pero el que está disfrutando en serio es Totó. El balanceo de la camioneta lo hace caer. Él, cada vez, se incorpora con una risa cómplice, insurrecta, descontrolada. No habla. No es que no pueda. Él sabe que es difícil entenderlo. A la cuarta o quinta vez que el vehículo lo tira, un hilo de saliva le asoma a la boca. Él también viene con calor. Se toca el cuello de su campera y mueve el cierre varias veces, como queriendo decir. "Totó, ya nos bajamos", lo tranquiliza alguien. Pero en esta todavía no. La camioneta se detiene. Hay que transportar maderas y fierros. "Totó, vos quedate acá que ya venimos", le dice, con firmeza, Selva. Y Totó, sin moverse, se queda.
*
Selva parece la heroína de una película, pero ella no sale en pantalla grande ni es de ficción. Selva Tabeira, de 53 años, es la encargada de que Sala 12 funcione. De que Sala 12 salga adelante. De que los hombres que concurren no se postren en una cama. De lunes a viernes, de 10 a 18 horas. Y más, porque si los ve por la calle los saluda, y si necesitan hablar, ella los escucha. Si algún día se van, tienen las puertas abiertas. "Es preferible que vengan y hablen del problema que están teniendo a que hagan una recaída y vuelvan a estar internados", explica.
Tiene el pelo corto y es baja, pero dice que se siente grande haciendo lo que hace. Se siente grande. Esos hombres se han convertido en sus hijos; y ella en madre de todos. Camina. Conversa. Cruza palabras con nosotros. A medida que vamos avanzando dentro del edificio ella muestra todo lo que han restaurado. Los bancos. La cabina de vigilancia. Las paredes de los corredores. Las sillas. Cañerías exteriores. La morgue. Sala 12 parece ser una salvación, una constante lucha por mantener las cosas vivas. Por mantenerse vivos. Ellos. Ella. El hospital.
*
No todos vienen de la Sala 12. Está José Luis, por ejemplo. Él viene de la 10, y antes había estado en la 11. Ambas son salas de seguridad. Ambas están en las entrañas del hospital. Pero hoy José Luis está acá. Trabajando en el escudo. En el escudo nacional tallado en madera que esperan entregarle, mano a mano, a José Mujica el próximo sábado, durante el Día del Patrimonio. Por su creatividad, lucidez y capacidad de trabajo en horas de taller, José Luis fue el encargado de tallar sobre la madera, y será el encargado de seguir tallando los siguientes dos escudos que planean hacer. José Luis tiene 35 años, es retacón, morocho, cordial. Nació en Treinta y Tres. Nació de costado. Él asegura que el médico le dijo que ese era el motivo. Que esa era la razón. Que por haber nacido de costado a José Luis le pasaba lo que le pasaba.
Porque yo soy ingeniero.
¿Estudiaste para ser ingeniero?
No. Nací con eso. Me sale solo.
No pasará mucho hasta que José Luis baje hasta la 10 y vuelva con una carpeta llena de planos de naves espaciales. Planos que él deja por la mitad para que, en caso de que se los roben, nadie pueda usar esa información.
*
Dos piernas se arrastran. Esto es el pasillo. La luz entra por unos ventanales que dan al patio de la Sala 11. Esto es el Vilardebó. Dos piernas arrastrándose. Dos piernas que están sobre dos pantuflas o sobre dos chancletas. Dos piernas avanzando lentas por un piso de cerámicas sin tiempo. Dos piernas debajo de un cuerpo medicado. Dos piernas que dejan atrás lo mismo que enseguida las detiene: un silencio sostenido en el aire. Un silencio frágil que se puede romper con una carcajada o un lamento. Los lamentos. Ay. Un silencio dudoso en este aire lleno de vicios. Bocas arrastrándose secas. Necesitan necesitan tabaco, tabaco, tabaco. Porque acá todos parecen fumar. Todos parecen tener el mismo pucho en la boca; fino, corto, grisáceo. Puchos que no se acaban nunca y se convierten de repente en un diente más, en una pena más cayéndose de las comisuras, quemando los labios resecos. Esto es el Vilardebó, entonces. Al menos, así es el sector de hombres. Párpados caídos. Olor rancio perpetuo. Pares de piernas avanzando siempre por los costados de los pasillos, pocas veces por el centro. Cantos solitarios estremeciendo ese ritmo muerto que acá es rey. Son cantos desafinados. Heridos. Tienen que serlo.
*
Ellos respetan mucho al taller. Una mala conducta y te saco... ¡No, no! ¡Sin ganas no, Claudio!... Ellos no cobran nada por todo lo que hacen. Tienen una voluntad de oro. Ven que hay un límite. Para ellos esto es transitorio. Vienen acá, y si después salen y consiguen un trabajo, pueden cumplir con lo que les exigen porque ya vienen acostumbrados de acá. Además, los hace pensar en otras cosas. Fijate que cuando volví de mi licencia, José Luis me decía que se pasaba las 24 horas construyendo naves. Porque cuando me tomo licencia el taller cierra... ¡Claudio, parate porque te vas a dormir!
Y así es siempre. La voz cálida de la Selva que cuenta es interrumpida una y otra vez, intempestivamente, por la voz de súplica firme de la Selva que controla, que cuida, que educa.
De repente, José, veinteañero, flaco, que está pintando un portasuero y había estado escuchando a Selva, baja el pincel, la mira, y para confirmar algo que ya sabe, dice:
Arte. Esto es arte. ¿Es arte?
Sí, José. Es arte, le responde, divertida, Selva.
*
Sábado. Cinco de la tarde. La exposición de la Sala 12 en el Día del Patrimonio acaba de terminar. Marcelo, Marcos, José Luis, Daniel; todos ayudan a llevar los objetos recién expuestos de vuelta al taller. Además de sus creaciones, la muestra incluyó parte del acervo del hospital. En la policlínica, por ejemplo, un tocadiscos sonaba distorsionado por el paso del tiempo con música de Edith Piaf. Las obras de la 12 estaban en el patio, antes de entrar a la policlínica. Y los dos escudos nacionales en madera quedaron allí; Mujica no vino. Pero Selva confía en que algún día irá y José Luis podrá entregárselo personalmente.
Según dice Marco, tampoco vino mucha gente. "Síiii... Vino gente... Cómo no...", lo contradice Selva. Marco pone cara de incrédulo pero no dice nada. Sonríe.
*
Al principio lo sentimos. Tantas pinzas, destornilladores, martillos, clavos, tornillos; el taladro, la máquina de coser, la amoladora, la soldadora, la grapadora, las cadenas, los candados. Sí. Al principio lo sentimos. No es miedo. No son dudas. Podrían ser nervios. Nervios de que algo salga mal. Pero es solo al principio. Después, cuando los nervios pasan, entonces sí aparecen las dudas. ¿Antes de entrar acá habíamos conocido, acaso, a un diseñador de naves espaciales? ¿Antes de entrar acá habíamos hablado con alguien que hubiera visto misiles sobrevolando la Ciudad Vieja? ¿Antes de entrar acá sabíamos de alguien que hubiera pasado 11 años encerrado en su cuarto, como Antonio? ¿Quiénes nos creemos que somos, con nuestros sueños de cuerdos y nuestras palabras de cuerdos y nuestros miedos de cuerdos a cuestas?
*
Mundo exterior. Algún día de los últimos años. José Luis comienza a construir una nave espacial. Algún día trabajará para la NASA. No es tan fácil construir una nave espacial. Tiene muchas piezas, muchos números, muchos códigos y dibujos. Él trabaja; dios sabe cómo trabaja él en las naves. Ensamblando partes sobre el plano. Imaginando el viaje. Olvidándose de su pasado en la cárcel de Las Rosas. Olvidándose de lo que, según dice, una vez se vio forzado a hacer y le costó una sentencia de nueve años. Pero una nave lleva su tiempo. Un amigo suyo ya está trabajando para la NASA. Lo esperará. Si es un buen amigo, si es paciente, lo esperará. Puede quedarse tranquilo de eso. A él, José Luis, ya nada podrá detenerlo. Solo la Sala 12, en todo caso. Pero solo por un tiempo. Como a todos los que pasan por el taller. Luego siguen sus caminos. Porque nadie se queda demasiado tiempo en el taller de Selva.
¿Por qué te querés ir a otro planeta?
No es que me quiera ir. Me gustaría conocer otro planeta. Que la gente sepa que hay otro modo de vida.
¿Con el que tenés acá no te alcanza?
Este está muy bueno. Está divino. Haría falta que se entrelazara un planeta con otro.