Al pan, pan y al vino, vino
En su libro Contraseña, Eduardo Galeano sostiene que el derroche consumista no sólo se traduce en una asfixiante deuda externa, también en un desaliento a la creación. Porque no sólo se nos vació de riquezas materiales, también de valores morales y por lo tanto culturales. Es decir, se consolidó la filosofía del cambalache y la "del que no afana es un gil".
Galeano dice algo más. Dice que "el lenguaje estuvo y quizá todavía está, enfermo de miedo. Se ha perdido la sana costumbre de llamar pan al pan y vino al vino".
Contraseña se publicó hace 32 años. Su autor hablaba sobre las secuelas de la dictadura. ¿Pero a alguien cabe duda de que su pensamiento se aplica también a la dictadura neoliberal que se instaló después de la militar?
Durante los últimos 32 años todos los voceros del sistema dijeron a los cuatro vientos que no había ninguna alternativa a esas políticas. Convencieron a un pueblo.
Así que entonces seguimos contrayendo deuda y esperando inversiones extranjeras. Los que criticamos esas políticas somos idiotas, un calificativo al que es muy afecto la derecha y también los radicales, término al que es muy afecto la izquierda moderna.
Muy pocos se preocuparon por entender lo que sobre el Fondo Monetario y sus políticas explicaba Joseph Stiglitz, desde las entrañas del propio monstruo. Menos se preocuparon por buscar alternativas a la dependencia.
Hace poco más de 20 años, durante un congreso que se desarrollaba en el Hotel Las Dunas, conocí a un funcionario del Banco Mundial que tenía una tarea singular.
Rodolfo Elmore-Holting, era un ciudadano peruano, que se desempeñaba en el Instituto de Desarrollo Económico, dependiente del Banco Mundial. Desde ese cargo, investigaba la corrupción en las propias filas del organismo. Y había descubierto que, aproximadamente, el 25 por ciento de los préstamos internacionales se iban en el pago de coimas o sobornos.
Nunca supimos del destino de esa investigación.
En todo caso -si fuera cierto ¿y por qué no habría de serlo?– nuestros coimeros serían algunos funcionarios de los que habían gobernando hasta el momento. O sea que nuestra pobreza, está directamente asociada a la riqueza de otros.
El problema es que las leyes uruguayas son demasiado benignas para esa clase de ladrones. No existe el delito de enriquecimiento ilícito, por lo que para denunciar a un coimero hay que conseguir los recibos.
Tarea inútil.
Pero además, el que se aprovecha de su particular posición de privilegio, no lo hace sólo por coimas, también hace negocios con bienes del Estado, favorece a sus amigos y familiares, logra beneficios inaccesibles para el ciudadano común que, paradójicamente, fue quién lo puso en el cargo.
Sin embargo, el hecho de que no se pueda probar legalmente no significa que los tipos no se hayan enriquecido desde su cargo.
Los controles se han revelado insuficientes, las leyes son escasas, la conciencia ciudadana sobre la corrupción depende de la bandera que se enarbole, la justicia es ineficiente.
El que quiera entender, que entienda.