Mi mejor verano

Mi mejor verano

Por Alberto Gallo

Lo que voy a contar es rigurosamente cierto, aunque debo aclarar que se trata de una de esas historias reales que superan hasta la ficción más elaborada.  Y con creces.

Para empezar, mi verano inolvidable ocurrió en invierno.  

Virginia, mi esposa y yo partimos hacia Nueva York a fines de diciembre de 1989, precisamente en nuestras vacaciones de verano, no sin cierta amargura en el alma por dejar atrás una estación que siempre esperamos con ansia.  Allá, en le frío, nos reclamaban mi tía Blanca y mi primo Carlos, este último con la promesa de una Navidad de postales y un fin de año en Time Square viendo bajar la manzana gigante.

Total, que ni uno ni otro: ese año casi no nevó en Nueva York y mi tía Blanca nos prohibió ir a Time Square.

-¡Fin de año es para pasarlo con la familia!- dijo.  ¡Y además es muy peligroso ir allá porque está lleno de ladrones!.

En fin, nos quedamos brindando con cara de estúpidos mientras veíamos la fiesta por televisión.

La tía Blanca, independiente, vigorosa, entrañable y caprichosa como pocas en mi familia, se había ido a Estados Unidos hacía treinta años y seguía viviendo en el mismo barrio, haciendo el mismo trabajo nocturno en la fábrica, sin saber inglés y sin abandonar su mundo latino en Queens, en una zona llamada Elmhurst que últimamente se había convertido en un gran centro de distribución de "crack".

-¡A mí me respetan!- decía cuando le preguntábamos porqué nos e mudaba a un barrio más seguro.

Y tenía razón, la respetaban.  No sólo nunca la habían robado, ni siquiera le ofrecían "crack" en la calle porque en el barrio todos sabían que ella era capaz de tomarlos a golpes.  Blanca era toda una institución en aquel mundo violento; por lo tanto nos quedamos en su casa, y porque además ella no nos habría permitido ir a un hotel.  Es más, nos dio su propia cama de dos plazas.

-No la necesito, trabajo por las noches- dijo, y haciéndonos una guiñada cómplice agregó: -No hagan mucho ruido porque pueden despertar a Ramón.

Ramón era un negro dominicano amigo suyo que ocupaba uno de los dormitorios y ayudaba con la renta; un hombre muy amable, de pocas palabras, que trabajaba en horarios sumamente extraños.  El resto del tiempo dormía.

Una noche, después de cenar en Forrest Hill con mi primo y unos amigos universitarios del Boricua Collage, volvimos un poco tarde.  Al bajar del coche pude ver a un grupo de muchachotes sospechosos, ubicados estratégicamente en las entradas de los edificios mientras hacían sonidos extraños con la boca.

-Son códigos...- nos explicó Carlos.  Es una banda de ladrones y se comunican de esa forma.  Apuesto a que ahora están avisando nuestra llegada.  

Virginia y yo nos miramos sin comprender la naturalidad con la que Carlos nos contaba todo aquello.  Nuestro mundo en Montevideo era muy diferente.

-Disimulen- agregó, señalando con un movimiento de cabeza- pero aquel negro alto es el jefe.

Entonces sentí como mi ojo derecho hacía un acercamiento de aquel rostro duro e inexpresivo, temible, resentido, y tomaba una fotografía instantánea y perfectamente encuadrada que almacenó con cuidado en algún rincón de mi cerebro.

Esa noche no pudimos dormir pensando que estaban robando alguno de los apartamentos vecinos.  Además, como todas las noches, la tía Blanca y mi primo Carlos se habían ido a trabajar.  De Ramón nunca sabíamos nada, ni siquiera si estaba en su habitación.  Sin embargo, al otro día, un amanecer azulado típico de los inviernos neoyorkinos borró todos aquellos miedos nocturnos y nos recordó que a esa hora, en Uruguay, la gente ya estaba preparando las sombrillas, el mate y las sillas de lona para irse tranquilamente a la playa.

Lo que ocurrió una semana después confirmó que nunca deberíamos haber dejado nuestras costas.

De nuevo habíamos cenado en Forrest Hill, en casa de una profesora del Colegio Boricua.  Habíamos decidido partir un poco más temprano, pero la sobremesa dispuso otra cosa.  ¿o fue el destino?  Porque la profesora, muy entusiasmada con mis libros y con mi preocupación acerca del bilingüismo en la literatura latina de Nueva York, me dio la noticia de que había organizado un coloquio de escritores y pintores, y como si fuera poco me pidió que fuera el moderador.  Como resultado, nos subimos al taxi a las once y media de la noche: una acción suicida a pesar de que mi tía Blanca fuera tan respetada.

Hasta entonces yo siempre me había creído un tipo centrado, absolutamente frío en los momentos más críticos, incapaz de reaccionar de forma desproporcionada.

Pero cuando bajé del taxi y me encontré frente a frente con el rostro tenso del jefe de la banda, el mismo que tenía almacenado en mi memoria, algo hizo ¡clic! dentro mío y me convertí en un ser impredecible y decididamente estúpido.  Cuando bajó Virginia la tomé del brazo ubicándola a mi derecha, y al pasar junto al moreno, que estaba sobre la izquierda, ambos nos miramos directo a los ojos, en silencio.  Los dos sabíamos algo del otro: él, que yo era el sobrino de Blanca, y yo, que él era el jefe de la banda de ladrones.  Marcamos el territorio y seguimos nuestro camino.  No obstante, al entrar al edificio escuché a mis espaldas el silbido.  A decir verdad no me preocupé, por lo menos hasta que llegamos al sexto piso, bajamos del ascensor, y vimos que la puerta de nuestro departamento estaba abierta.  Entonces mi película tuvo sentido: el "negro jefe" campaneaba mientras robaban en casa: estaba bien respetar a Blanca pero no había porqué extender el convenio a nosotros.

-¿Están adentro?- preguntó Virginia confirmando mi teoría.

-No sé...tal vez tuvieron tiempo de escapar – contesté, acercándome despacio a la puerta.

Me asomé y tomé del armario que había a la entrada un rifle de doble caño que mi primo Carlos le había comprado a un veterano de Vietnam.   No encontré las balas, pero igual entré gritando "¡salgan de ahí que estoy armado y ya llamé a la policía!".   Virginia venía agachada detrás de mí; nadie contestaba, nadie aparecía.  Entramos a nuestro dormitorio y lo revisamos todo, buscando indicios de robo, y entonces vi que la ventana se encontraba abierta.  Me asomé y allí estaba la escalera de incendios por dónde había escapado el ladrón, igual que en las películas.  De todas formas fui hasta el dormitorio de Ramón, pero cuando intenté abrir noté que estaba cerrado por dentro.  Mi película dio un giro inesperado: al escucharnos llegar el ladrón quiso escapar por atrás, pero se equivocó de cuarto.  "Está encerrado ahí dentro", pensé y mientras Virginia salía corriendo yo golpeé la puerta con la culata y grité: "¡salga de ahí o lo mato!".  De locos.

Al final reaccioné y salí corriendo a buscar a la policía.  A los cinco minutos vimos estacionarse las luces rojas en la puerta de nuestro edificio.  De la banda, ni rastro.

Cuando intenté explicarle a los policías lo que había sucedido los nervios transformaron mi inglés en una cosa sin forma, en un vómito incomprensible.  Ellos nos miraban preguntándose de qué país seríamos.

-¡From Uruguay!- balbuceé.  ¡Allá es verano... we are in summer!.

Mientras subíamos nos escucharon con atención y trataron de calmarnos.  Conocían a los ladrones muy bien, conocían a Blanca, y todo nuestra razonamiento les pareció viable.  Lo único que no comprendían era por qué, cuando descubrimos que la puerta estaba abierta, no bajamos de inmediato a llamarlos.

A decir verdad, tampoco nosotros lo comprendemos.

Una vez en el apartamento revisaron todo y estuvieron de acuerdo en que el ladrón seguía encerrado en el cuarto de Ramón.  El policía sacó el arma dispuesto a volar la cerradura.

-¡Es la policía!- dijo en un español casi perfecto.

-¿Quéeee?- preguntó tímidamente Ramón desde adentro.

Cuando abrió la puerta estaba en blanco como el papel y los policías, al ver que lo conocíamos, se miraron con una expresión confusa, especialmente cuando Ramón les explicaba que hacía unos minutos había entrado un loco gritando que tenía un rifle y que lo iba a matar.  También les dijo que no se creyeran que el se iba a quedar ahí a esperar que lo acribillaran, por eso ya estaba sentado al borde de la ventana dispuesto a lanzarse.

La pregunta que todos nos hacíamos: ¿por qué estaba abierta la puerta cuando llegamos Virginia y yo?.

La respuesta la encontraron los propios policías: la tía Blanca había cambiado la antena del televisor y había dejado la otra detrás de la puerta y en el momento de irse a trabajar ésta se había metido entre las bisagras impidiendo que cerrara del todo.  Increíble pero cierto.  Aquella antena fue la detonante de toda esta historia.

Por otra parte la banda de ladrones siguió respetando a la tía Blanca que, por cierto, ahora vive un tiempo en Solymar y el resto en Elmhurst, faltaba más.

Desde entonces jamás volvimos a pasar un invierno en época de verano: hay que respetar los ciclos y las estaciones, de lo contrario algo podría salir mal.  Si no pregúntenle a Ramón.