Mi mejor verano

Mi mejor verano

Mi mejor verano

Por Carina Novarese

Verano de 1991. Fue el verano en el que por primera vez viajé sola (sin padres, sin redes protectoras), con una amiga, la mochila al hombro, un boleto de Eurailpass y las instrucciones precisas de mi madre: "te vas a España a lo de tu tío y a París a la casa de estos amigos". Punto.

La Guerra del Golfo estaba en su apogeo y se sucedían las amenazas de bomba en Londres y París. Mis padres me habían regalado ese viaje luego de mi primer año de facultad, pero a la hora de partir, 2 de enero de 1991, no estaban tan seguros de que fuera buena idea. Al final me fuí, con toda la expectativa de una adolescente con ganas de sentirse adulta. Nunca me enteré de las amenazas de bomba, casi no leí diarios ni vi televisión y nunca se me cruzó por la cabeza que algo podía pasarme. Ni siquiera cuando decidimos ir a la opera de Viena caminando (había entradas baratas para estudiantes), y decidimos con toda lógica que el camino más adecuado era el más corto según nuestro todopoderoso mapa. Claro que el mapa (que estaba impreso, nada de Google..) nunca nos advirtió que esa era la zona roja. El paseo estuvo bueno y recién a la mitad nos dimos cuenta de que estaba lleno de prostitutas y clientes de calaña poco recomendable. "El Fantasma de la Opera" a 15 dólares nos devolvió la inconsciencia y el espíritu aventurero luego del pequeño justo....pero decidimos volver por el camino largo.

El recorrido fue un tanto diferente al que había planeado mi madre. En enero y febrero de ese año estuve sí, como ella me había indicado, en España y en París, pero también en Bruselas, Amsterdam, Viena, Roma, Venecia y Florencia, entre otras ciudades y pueblos. Desde Venecia llamé a mi madre para avisarle del cambio de planes (o más bien, de la extensión del itinerario). Eran tiempos en los que no había mail ni Skype ni celulares, así que era necesario buscar un teléfono público e intentar que la operadora internacional de Uruguay te contestara, para así lograr una llamada a pagar acá, por supuesto. El presupuesto diario (50 dólares estrictos, incluyendo comida, alojamiento y cualquier antojo) no daba lugar para generosidades.

Atendió mamá y sin darle tiempo a preguntar mucho le conté que me había tirado hasta Venecia porque, total, ya tenía el pasaje de tren y solo era una noche de viaje. Se hizo un silencio y entonces escuché que le gritaba a mi padre "esta chica se va a ir a Moscú!!!". No me dio el tiempo para llegar hasta ahí. A esa altura tenía la mochila desbordada y un permanente dolor de pantorrillas de tanto caminar. A esa altura ya odiaba el sombrero de gondolieri que me había parecido maravilloso recuerdo cuando lo compré, y tenía ganas de tirar en el primer tarro de basura los posters del museo d´Orsay que había atesorado con amor durante 60 días.

Luego de ese verano viajé sola y acompañada muchas veces. Estuve en lugares de todo tipo y color pero nunca recuperé la inconsciencia de ese primer viaje. Tal vez luego de ese verano de 1991 di el irremediable paso hacia la adultez, un cambio de conciencia que me transformó del espíritu libre que creía que era en una persona un tanto más cuidadosa. No creo haber compartido de nuevo una pieza unisex de albergue con 20 personas. No creo tampoco haber colgado de nuevo la ropa interior recién lavada en una lugar llena de desconocidos. No recuerdo haber guardado de vuelta el yogur colgado de la ventana, cuando a falta de heladera venían bien los 10 grados bajo cero que se vivían en París.

He tenido viajes interesantes y aburridos, grandiosos y humildes. He comido delicias y extrañezas. Pero no recuerdo nada pero nada tan delicioso como el paté y la baguette que comí sentada frente al castillo de Versailles, muerta de frío pero feliz, imaginando las historias de Maria Antonieta y su corte.